La fiebre amarilla que diezmó a Buenos Aires

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La epidemia de 1871 se llevó al 7 por ciento de la población de la Capital. La destacada actuación de médicos señeros y la creación del cementario de la Chacarita.

La guerra no sólo produce durante su desarrollo los tremendos estragos que hemos comentado en algunas notas, el saldo negativo que dejan las contiendas, no sólo materiales y físicos sino también espirituales y morales, van cicatrizando lentamente con las alternativas de nuevas crisis y calamidades. Tal lo sucedido con la Guerra de la Triple Alianza y las epidemias que hemos enumerado, traídas por los soldados y otros viajeros como vehículos de sus gérmenes, y que prendieron en el resto del país; ya a mediados de 1870 desde Corrientes, que fue su foco principal, hasta Buenos Aires, estalló la peste bubónica, que produjo en aquella ciudad un millar de defunciones y algunos centenares en la Capital.

Pocos meses después se presentaría en forma pavorosa en Buenos Aires la fiebre amarilla, venida simultáneamente desde Paraguay y desde Brasil junto con los prisioneros repatriados al término de la lucha. El primer caso parece haber sido el de una señorita que cayó víctima del mal el 27 de enero de 1871 en una casa de la calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre) a la altura del 1400.

Pero el foco importante se localizó en el barrio de San Telmo, donde el doctor Santiago Larrosa diagnosticó varios casos. Buenos Aires carecía de desagües cloacales y de un sistema de aguas corrientes, la evacuación de los desperdicios se hacía de una manera rudimentaria y absolutamente antihigiénica, para colmo el año había empezado con copiosas y repetidas lluvias que produjeron en las desempedradas y desparejas calles y baldíos, lagunas y charcos, que el cálido verano convirtió en criadero de mosquitos, entre los cuales apareció el de la variedad “Aedes Egipty”, principal protagonista del contagio, como se determinaría después.

En medio de la catástrofe conviene señalar que este agente de la enfermedad es de escasa resistencia por el vuelo y por eso su radio de acción no pasó de los bordes de la ciudad, dentro de la cual quedó limitada la peste.

Un detalle que no puede omitirse es el desaseo y el hacinamiento de la enorme masa de inmigrantes que se alojaba en los llamados “conventillos”, a menudo seis o más alojados por cada reducida habitación. Estas casas de vecindad pasaban de mil y más de una séptima parte de la población residía en ellos.

Otro factor que contribuyó a agravar la situación fue la tardanza relativa con que la población advirtió el inmenso peligro que se cernía sobre ella. A pesar de que ya había casos, que iban aumentando con lentitud, las fiestas de Carnaval se celebraron con singular entusiasmo (como ahora, cuando a pesar de las medidas de cuarentena la gente viajó en tropel a las ciudades de la costa). El día del clásico entierro (no sabían los inconscientes el fúnebre significado que la palabra iba a tener ese año), se sepultaron ya 27 víctimas de la fiebre. Con un apogeo extraordinario se extendió por todos los barrios y suburbios, y el número de muertos entre el 10 de marzo y el 23 de abril no bajó de un promedio de 100 diarios. El 10 de ese mes se alcanzó la cifra máxima de 500 y el número total de defunciones llegó a 13.614 sobre una población de 180.000 habitantes. Bien puede decirse que la ciudad quedó diezmada.

La Municipalidad, presidida por Narciso Martínez de Hoz, había nombrado a finales de enero al médico Eduardo Wilde con amplias facultades para arbitrar las medidas para combatir el mal. Colaboraron con él los doctores Pedro Mallo y Juan Ángel Golfarini. Estos fueron sustituidos por una comisión integrada por los facultativos Santiago Larrosa, Lucio Meléndez. Jacobo de Tezanos Pinto, y los estudiantes de sexto año de medicina Ignacio Pirovano y Práxides Pietranera.

Es conocida igualmente la obra heroica cumplida por la Comisión Popular creada para combatir el mal y atender a sus víctimas que presidió el doctor José Roque Pérez con la colaboración de una cuarentena de ciudadanos entre los que aparecen prestigiosos vecinos como Lucio V. Mansilla, Manuel Quintana, Aristóbulo del Valle, Evaristo Carriego, Carlos Guido Spano, Alberto Larroque, Bartolomé Mitre y Vedia, Manuel Bilbao y Matías Behety entre otros.

Como el cementerio del Sud (situado entre las calles Caseros, Monasterio, Uspallata y Santa Cruz) ya no ofrecía lugar para las tumbas, fue clausurado y se abrió en su reemplazo el de la Chacarita. En el mencionado cementerio del Sud, hoy parque Florentino Ameghino, se levanta un monumento erigido en recuerdo de los caídos en cumplimiento del deber de ayudar a sus semejantes, víctimas de la epidemia, y se consignan los nombres en las cuatro caras de su pedestal.

Una vía férrea donde circulaban trenes conducidos por la célebre locomotora “La Porteña” llevaba diariamente su carga de cadáveres, algunos someramente encerrados en cuatro tablas por la premura del tiempo, y desde la calle Centroamérica (hoy Pueyrredon) y Corrientes, hasta el cementerio, también llamado del Oeste.

Muchas familias se refugiaron en el campo, las escuelas y oficinas permanecieron cerradas durante 45 días, el comercio y la industria quedaron virtualmente paralizados y no faltaron forajidos que en favor del desconcierto general cometieron tropelías, desmanes y también abusaron con los precios. Domingo F. Sarmiento presidente de la República, trasladó su residencia al barrio de Floresta (hoy Vélez Sarsfield) pero concurrió todos los días a su despacho en la Casa de Gobierno. Justo es señalar la actividad desplegada por Enrique O’Gorman, el jefe de Policía, para mantener el orden e intervenir personalmente y con sus efectivos en todas las circunstancias en que su presencia fue necesaria.

Por fin, el 11 de junio, bajo el arco principal de la Recova, el arzobispo Aneiros ofició una misa elevando sus preces por los muertos y en acción de gracias por el término de la epidemia, ejemplo que esperamos imite cuando todo pase el arzobispo metropolitano, Mario Poli, junto con los representantes de todos los credos.

El pintor oriental Juan Manuel Blanes, orgullo del arte rioplatense, ha dejado un conocido cuadro de extraordinaria textura artística que representa a una mujer joven que ha caído en el piso, fulminada por el mal, acaso contagiada por el esposo, que se halla yacente sobre un miserable jergón; la luz de la calle se proyecta desde el fondo a través de la puerta abierta que da directamente sobre ella. En su madero un adolescente descalzo y azorado contempla las figuras graves de los doctores José Roque Pérez y Manuel Argerich, que se descubren reverentes, en tanto que un hermano menor de pocos meses hurga las ropas de la madre en demanda del seno nutricio. Impresionante reacción inconsciente de la vida ante la muerte. La obra tiene el valor de un homenaje a los nombrados por cuanto ambos, como referimos, fallecieron a consecuencia del mal.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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