En esta nota el autor refiere el caso de la peste que se inició en Río de Janeiro y que azotó a los campamentos de los ejércitos aliados y del paraguayo.
A mediados del año pasado, la directora del Museo Mitre, Gabriela Mirande Lamédica, tuvo la feliz iniciativa de invitar a historiadores paraguayos, uruguayos y de nuestro país para una jornada que si una falla tuvo -y fue unánime esa opinión en disertantes y concurrentes- fue la del poco tiempo para continuar un diálogo tan enriquecedor. En consonancia, la primera semana de este mes, continuando aquel auspicioso encuentro, historiadores argentinos y paraguayos participamos de un ciclo de conferencias y paneles sobre el fin de la guerra de la Triple Alianza. En mi caso particular, junto con Isidoro Ruiz Moreno concurrimos al Centro Cultural de la Embajada del Paraguay, donde la presidente de la Academia de la Historia de ese país, Mary Monte de López Moreyra, y el miembro de esa corporación Eduardo Nakayama, hablaron sobre el papel de la mujer en esa guerra y Domingo Faustino Sarmiento y el Paraguay, respectivamente. Lejos estábamos de pensar en ese momento el peligro que se cernía.
En febrero de 1867 una terrible epidemia de cólera apareció en Río de Janeiro y a fines de marzo ya estaba en Paso de la Patria, Corrientes. El ingeniero británico Jorge Thompson afirma en su libro: “En tres días el estrago fue horroroso en todo el ejército. En Curuzú fueron atacados 4.000 hombres, muriendo 2400, incluso 87 oficiales, 50 hombres se turnaban para trabajar día y noche en abrir sepulturas. Todo esto se veía con facilidad desde los mangrullos paraguayos… En Tuyutí no era tan intenso, sin embargo hizo muchas víctimas, a principios de mayo había 13.000 brasileros en los hospitales”.
Como suele suceder para no generar pánico y en este caso en medio de una guerra, el mismo autor nos informa que los corresponsales de los diarios no tenían acceso al campamento de los aliados.
El mal se extendió a la provincia de Corrientes, a Rosario y a todos los ejércitos. El oriental no contaba con profesionales y era atendido por médicos argentinos y brasileños, Miguel Ángel De Marco recuerda el caso de un médico del Ejército imperial que para todo recetaba “vino de Bourdeaux”. Otro francés recetaba té de naranja con pocas hojas, dieta de jacuba con poca farina y establecía que el paciente podía hacer el servicio de avanzada, ¡pero tenía prohibido si pasaba algún bañado mojarse los pies! Los médicos argentinos Lucilo del Castillo, Juan José Montes de Oca, Francisco Javier Muñiz, Eleodoro Damianovich, Hilario Almeida, Manuel de Biedma, Miguel Gallegos, Caupolicán Molina, Joaquín Díaz de Bedoya y Juan Ángel Golfarini se destacaron por su sacrificio en el campo de batalla y luchando contra la epidemia. Vaya también el recuerdo a los cirujanos José Ribeiro de Souza Fontes, Francisco Bonifacio de Abreu y Joao Severiano da Fonseca del Ejército imperial del Brasil. El paraguayo contaba con los doctores Guillermo Stewart, John Fox, George Barton y Federico Sckiner. En el un grupo de médicos no castrenses colaboró con los de los otros países de la alianza en la asistencia a los enfermos y entre todos sobresalen Tomás Lacueva y Chucarro, acompañado por Cayetano Borda y Tomás de Olazábal, cuyos nombres ha consignado el destacado colega Augusto Soiza Larrosa, lo mismo que otros que quedaron en Montevideo a cargo de los hospitales.
En cuanto al mal también llegó a los paraguayos y se instaló un gran hospital, de acuerdo al testimonio de Thompson, “entre Paso Pucú y Humaitá, el cual llegó a veces a contener 2.000 enfermos”. Relata que “las drogas faltaban y los médicos tenían que servirse de las yerbas del país. Se erigió en Paso Pucú, cerca de la casa del doctor Stewart, un hospital para oficiales superiores que consistía en una docena de ranchitos”.
El cólera estalló entre ellos en mayo de 1867 y pronto “se generalizó por todo el ejército. Se establecieron dos grandes hospitales para los coléricos” y se contaron numerosas bajas, entre ellos los generales Resquin, Bruguez, el doctor Skinner y los coroneles Pereira y Francisco González”. Apunta Thompson que el general López “pasó en cama varios días extremadamente asustado y creyéndose muy malo. Desde el momento en que apareció el flagelo, todo el campamento recibió orden de hacer fumigaciones con hojas de laurel y pasto; el cuartel general estaba tan envuelto en aquella constante humareda, que era imposible vivir en él… se prohibió a los médicos decir el nombre de la enfermedad que causaba tantos estragos y los soldados la bautizaron con el nombre de ‘Chain’”.
A lo comentado se suma que en Buenos Aires se publicaba el periódico “El Invalido Argentino”, que el 5 de marzo a modo de conjetura anunciaba esto, que muy poco habría de calmar los ánimos: “Los brasileños tienen hospitales flotantes y los cadáveres son arrojados al río. Las inundaciones de Ytapirú y Yatay Curuzú han barrido para el río cadáveres insepultos, los animales muertos y los desperdicios de los animales que se matan para alimentar a las tropas”. Agregaba que el periodista oriental Juan Carlos Gómez “calcula los cadáveres de la guerra en 30.000, más de 10.000 caballos, algunos cientos de miles de animales resultantes del carneo. La atmósfera saturada del verano es traída a nuestras ciudades por los vientos del norte que han reinado”.
La realidad es que el cólera no sólo se circunscribió al escenario de la guerra y a las ciudades cercanas, y Buenos Aires, además de las provincias de Santa Fe, Córdoba, San Juan, San Luis, Catamarca y Santiago del Estero, sufrieron el mal, tema sobre el que volveremos en otra nota.
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación