Luiz Inácio da Silva (“Lula”) llegó al gobierno brasileño en 2003 empujado por las grandes huelgas de los 1970 que contribuyeron decisivamente a derrotar a la dictadura militar y por las campañas presidenciales de 1989 y sucesivas, que fueron proyectando al Partido de los Trabajadores como una fuerza electoral. Fue transformado en dirigente nacional por un gran ascenso obrero y popular que creó un bloque social entre los obreros industriales, los campesinos pobres y sectores de las clases medias (Comunidades cristianas de Base, grupos de izquierda tradicional o revolucionaria) y llegó a la presidencia de Brasil cuando estaba terminando esa primera ola ascendente de resistencia a las políticas neoliberales que abarcó desde principios de los noventa hasta el 2000.
Dicha ola estuvo marcada por el éxito electoral en México de 1988 del movimiento de Cuauhtémoc Cárdenas que instauró desde entonces en el país la fase de los fraudes masivos, por el Caracazo (y la masacre del 28 de febrero de 1989) y la posterior sublevación chavista, por el derrocamiento de dos presidentes ecuatorianos en los noventa por el movimiento indígena ecuatoriano y su CONAIE, creada en los ochenta, por el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994 y culminó con el estallido social en Argentina del 2001 y el derrocamiento del presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada en 2003 como consecuencia de la llamada “guerra del gas”. Hugo Chávez llegó al gobierno venezolano en 1998, Néstor Kirchner en 2003, Evo Morales, en Bolivia, y Tabaré Vázquez, del Frente Amplio en Uruguay, en 2005, Rafael Correa, en Ecuador, en 2007.
Desde entonces Sudamérica vive con gobiernos denominados “progresistas” formados por personas que no pertenecientes a las clases dominantes pero que son también independientes en buena medida de los sectores populares, pues incluso en Bolivia Evo Morales se apoya en las direcciones de los movimientos sociales organizados en el Movimiento al Socialismo (MAS), pero éste no cogobierna. Esos gobiernos –mezcla rara de algunos militantes honestos con aventureros y paternalistas burocráticos- canalizaron, controlaron e institucionalizaron los movimientos sociales tratando de integrarlos en el Estado al que mantuvieron sin cambios.
Los gobiernos “progresistas” dirigen países capitalistas dependientes, productores de materias primas. No han tocado sino muy tangencialmente las bases del poder de las oligarquías locales y del capital financiero internacional que controla sus respectivas economías y siguieron aplicando fundamentalmente una política neoliberal a la que agregaron algunas políticas distributivas para sostener el mercado interno y medidas asistencialistas para reducir la pobreza y mantener el consumo. No cuestionaron la renta minera, la renta agraria, el poder de los bancos extranjeros, no afectaron la propiedad agraria: simplemente contaron con un período de altos precios de las materias primas que sus países exportan –petróleo, minerales, soya, granos, productos agrícologanaderos- para llevar a cabo sus políticas asistencialistas intentando, cuando mucho, disputar a los rentistas tradicionales parte de la renta. Venezuela estatizó el petróleo y la renta petrolera pero no modificó el resto de la economía, que siguió dependiendo de la exportación de combustible.
La crisis capitalista mundial redujo la demanda de minerales y materias primas y el precio de esas commodities bajó y seguirá bajando, sobre todo el del petróleo si Irán envía al mercado el que tiene acumulado por el embargo imperialista. El petróleo barato, por fortuna para los pueblos y el ambiente, hace incosteable la producción del fracking y frena las inversiones y el mismo efecto tiene la caída del precio de los minerales y protege transitoriamente el agua de su explotación salvaje capitalista. Pero la política neodesarrollista, extraccionista a cualquier costo ambiental, social, político, subsiste sin modificaciones. Sólo que ya no hay excedentes de divisas fuertes que permitan combinar esa política con el distribucionismo, el asistencialismo, el clientelismo. Los gobiernos “progresistas” se encuentran así atrapados por una tenaza, un brazo de la cual- las exigencias populares-comienza a apretarlos mientras el otro –el control de las bases de la economía por el gran capital, sobre todo extranjero- aumenta también su presión. Los capitales que antes aprovechaban incluso las concesiones de los gobiernos “progresistas” y fomentaban la corrupción, no se contenta ya con aquéllas y hallan que ésta es carísima e intolerable (ver los casos argentino o brasileño).
Los paliativos (comercio intrarregional, Mercosur, apoyo financiero de China, Rusia o los BRICS) son ya insuficientes o imposibles por la crisis: se necesitan cambios estructurales que establezcan sí nuevas relaciones entre los países, pero sobre la base de medidas anticapitalistas. Pero los gobiernos “progresistas” no están preparados desde ningún punto de vista –ideológico, organizativo, moral- para una política que de forma consecuente y seria adopte medidas parciales que afecten al gran capital: nacionalización de los bancos, control de cambios, medidas de reforma agraria y o de reestructuración del territorio para privilegiar trabajo, defensa del agua y del ambiente, consumos populares, monopolio estatal del comercio exterior, control del lavado de dinero, por ejemplo. Ellos temen más la movilización popular de sus mismas bases de apoyo que caer superados por la derecha que, en todo el mundo, pisotea todo en su ofensiva como lo demuestra el ejemplo de Grecia. No se puede esperar nada de esos gobiernos, impotentes o cómplices de los explotadores. Corresponde a los trabajadores estudiar los problemas regionales y nacionales, buscarles soluciones, luchar por la hegemonía política y cultural superando las divisiones, el simple gremialismo, el electoralismo ciego, el sectarismo castrante.
* Historiador, investigador y periodista mexicano. Doctor en Ciencias Políticas (Universidad París VIII).