Brasil: El caso Lava-jato y la incriminación de la abogacía

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Es un lugar común entre los juristas mencionar el hecho de que vivimos tiempos en los que prácticas autoritarias de las dictaduras se infiltran y asumen la forma de actos de autoridad aparentemente válidos porque tienen respaldo en una opinión pública que reclama mayor “eficiencia en la lucha contra la impunidad”. Simples versiones se transforman rápidamente en verdades absolutas y, sumariamente, se les despoja de sus derechos a las personas, sin que la sociedad civil esboce una reacción, salvo, paradojalmente, los aplausos al proceso de sepultura de garantías que formaron parte de la historia de las luchas democráticas en los últimos 70 años.

Sangrar al enemigo de ocasión, imponer humillaciones públicas y exhibir la privacidad de las personas configuran estrategias de “lucha”, para las cuales colaboran, sin pudor, declaraciones diarias de violación de derechos fundamentales que son objeto de aclamación incluso en sectores sociales que con frecuencia son víctimas de actos arbitrarios. Las manifestaciones de 2013 fueron objeto de una brutal represión, patrocinada por órganos del aparato de seguridad pública que tienen por función constitucional proteger personas y patrimonios y asegurar el ejercicio al derecho de manifestación. Al revés, lamentablemente, algunos de esos aparatos fueron responsables por una violencia inaudita y, en ese contexto, a los manifestantes se les calificó como “enemigos del orden”, al tiempo en que los abogados eran acusados de estar asociados al desorden.

La defensa penal, en juicio o incluso antes de eso, fue tratada públicamente como ilegítima representación de intereses espurios, al punto de justificar, en un primer momento, la investigación de abogados, en el ejercicio de la profesión, con recurso a la interceptación de las conversaciones telefónicas entre abogados y clientes, al mejor estilo de la película alemana La vida de los otros. Fue necesario que el Superior Tribunal de Justicia concediera habeas corpus de oficio (RMS Nº 47.481/RJ), el 7 de mayo último, para poner un basta a esa situación absurda. No se trata solo de una eclosión episódica de arrebatos autoritarios, algo que sucede en las democracias. En realidad, estoy cada vez más convencido de que no se trata de actos episódicos, de ninguna manera.

Lo que se verifica con mayor frecuencia es la aceptación popular y la demolición del derecho de defensa, reducido a la condición de “chicanas y mentiras” por medio de las cuales “abogados en complicidad con culpados” engendrarían las condiciones para la impunidad de estos últimos. Se opera, en el nivel más elemental de la descalificación de la abogacía, al punto de promover la insensatez de la violación del vínculo de confidencialidad entre el cliente y su abogado, intromisión que se pretende justificar con el manejo rudimentario de figuras del lenguaje, como en la reciente incautación de la nota en tesis dirigida por preso a su abogado (Operación Lava-Jato).

Se sabe que el autoritario tiene dificultad para manejarse con ironías. Basta recordar las censuras a las músicas y piezas teatrales en nuestra reciente dictadura. Lo que se desconocía, hasta el caso de la nota, era la incapacidad de comprender metáforas usuales en el cotidiano de la propia profesión. Tuvo suerte el Barón de Itararé — el recordado Apparício Torelly — de no estar entre nosotros. De lo contrario, el famoso “entre sin golpear” no sería suficiente para liberarlo de la agresión. Lo que conecta el caso de los manifestantes al de la nota es algo inequívoco y, por eso mismo, asustador: el Estado pretende “luchar contra” personas investigadas, no indagar hechos.

Y presume que pueda hacerlo inmovilizando a las personas, ya sea por medio de la previa descalificación pública, para lo cual las filtraciones policiales de trechos de la investigación resulta eficiente detonador de reputaciones, o ya sea impidiéndolas de defenderse en el ámbito del procedimiento con las garantías que la Constitución todavía vigente les asegura. La única defensa posible, según la lógica de la incriminación de la relación entre cliente y abogado, recuerda al clásico pasaje del modelo de proceso penal autoritario que inspira acciones de este tipo: el programa del Partido Nacional Socialista alemán del 24 de febrero de 1920 consideraba inaceptable la equiparación entre derechos del investigado y del Ministerio Público y proponía la “persecución implacable de aquellos cuyas actividades sean perjudiciales para el interés común”.

El resultado, consagrado en la ley alemana del 1º de septiembre de 1939, consistió en definir la función del abogado de defensa como “colaborador del juez en la averiguación de la verdad”, correspondiéndole al abogado defender los intereses del cliente solo “cuando estos intereses fuesen compatibles con el bienestar del Estado”. En aquellos tiempos los defensores eran arrestados por los nazistas por ejercer… la defensa de los representados. Hay muchos temas jurídicos y un extraordinario fundamento histórico para amparar la garantía de la inviolabilidad del sigilo en la relación entre defensores y defendidos. Lo que lamento, más allá de lo que parece ser el generalizado desconocimiento de esta historia y de sus fundamentos jurídico-políticos, es que el tema haya vuelto a estar vigente en esta época de nuestra experiencia social.

* Profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro

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