La fuga de Joaquín “El Chapo” Guzmán de una prisión de alta seguridad mejicana es la clase de historias que entran en la leyenda. Un dirigente criminal finalmente entre rejas tras años a la fuga consigue escaparse de una cárcel supuestamente inexpugnable a través de un largo túnel construido durante meses. La imagen de poder, organización y arrogancia, el desafío el estado, el triunfo del antihéroe. Todo está ahí.
Lo que se ha discutido menos, y que es probablemente más relevante, es la estrategia seguida por el gobierno mejicano que llevó a Guzmán ante la justicia. En los últimos años las autoridades federales han apostado por una estrategia de decapitación, concentrando sus esfuerzos en capturar (y a menudo, en eliminar) a los líderes de los cárteles del narcotráfico para debilitarles. La teoría detrás de este método es que una organización criminal sigue a menudo una estructura jerárquica, con un capo en el centro que toma la mayoría de decisiones y se lleva la mayoría de beneficios. Atacando el centro, la red pierde su capacidad de coordinarse, y deja de funcionar.
Es una idea razonable: el estado mejicano está en guerra con los narcos, y en una guerra destruir las estructuras de control y mando del otro bando siempre es una buena idea. Durante años los gobiernos que se enfrentan a rebeliones, grupos terroristas e insurgencias han seguido estrategias similares, a menudo con muy buenos resultados. Cualquier organización que actúa al margen de leyes e instituciones no puede depender de reglas y acuerdos elaborados, ya que no pueden recurrir al estado para resolver disputas internas. Como consecuencia, su sistema de toma de decisiones es muy dependiente de la capacidad de liderazgo de sus dirigentes y cómo son capaces de atraer lealtad al grupo y a la causa, más que en procedimientos reglados.
La realidad, sin embargo, es un poco más compleja. Brian Phillips, en Monkey Cage, da un repaso a la literatura existente sobre la materia, que resulta ser extensa y con amplia base empírica. Lo que los estudios parecen señalar es que las estrategias de decapitación parecen ser efectivas cuando un estado se enfrenta contra movimientos rebeldes o grupos terroristas, reduciendo los niveles de violencia y acortando la duración de las insurrecciones. Los grupos que parecen aguantar esta clase de golpes con mayor entereza son aquellos que están más burocratizados e institucionalizados.
La cosa cambia, sin embargo, cuando hablamos de organizaciones criminales. En una alianza rebelde o frente de liberación popular medio, los integrantes del grupo están luchando por una causa, una ideología; la existencia de un líder carismático capaz de recordar a todos los militantes de forma incesante por qué luchan es casi imprescindible. Atacar a los dirigentes en este caso tiene sentido. En una banda de narcotraficantes, sin embargo, los sicarios, traficantes y demás miembros de la organización no se están jugando la vida por unos ideales, sino por puro y simple lucro. Uno no está en la mafia porque siente devoción por la música siciliana y la figura del padrino, sino porque es una forma racional de ganar dinero mejor que las alternativas “civiles”.
A efectos prácticos, por tanto, eliminar el jefe de una banda de narcos no supone un golpe a la moral revolucionaria de la organización, sino en muchos casos acaba por ser una oportunidad de negocio para sus lugartenientes. Las rentas, los beneficios que estaba sacando el capo al dominar su imperio siguen ahí; su caída no ha eliminado la demanda de drogas ni los almacenes llenos de cocaína al lado de la frontera. En este negocio, sin embargo, no hay un consejo de administración, accionistas ni planes sucesorios, sino un sistema más o menos elaborado de compra de lealtades que combina dinero y ultraviolencia. En vez de resolver el control de la empresa como buenos capitalistas, los lugartenientes acaban resolviendo quién controlará el negocio a base de plomo, bombas o machetazos, según el grado de salvajismo imperante.
Si a eso le añadimos que el vacío de poder tiende a atraer la competencia de otros cárteles de narcotraficantes que intentan ocupar el territorio aprovechándose de la inestabilidad, no es ninguna sorpresa que la detención de líderes del crimen organizado traiga consigo un aumento de la violencia, no su disminución. Como señala Phillips, la tasa de homicidios en Méjico se disparó a partir del 2007, el año en que el gobierno empezó con su estrategia de detenciones (y ocasional muerte en tiroteo) de líderes del narcotráfico. La fuga de “El Chapo”, paradójicamente, puede acabar reduciendo el nivel de violencia, no aumentándolo.
Lo curioso de este fenómeno es que esto explica en gran medida la relación a veces acomodaticia que algunos departamentos de policía acaban teniendo con el crimen organizado. Todo el mundo sabe que la mafia extorsiona, corrompe y asesina de vez en cuando. Eliminar a sus líderes, por mucho que todo el mundo les conozca, puede acabar por empeorar la vida de las fuerzas de seguridad, al introducir un montón de inestabilidad y conflicto a lo que hasta entonces era un cártel estable. Si a este panorama le sumamos que en muchos casos los narcos están sirviendo un mercado con una demanda casi infinita por sus productos dice mucho de las enormes dificultades a las que se enfrenta Méjico.
* Periodista. Coeditor de Politikon.es.