Retrato de un hombre talentoso

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Hace 160 años, un 16 de octubre de 1854, nació Oscar Fingal O\’Flahertie Wills-Wilde, uno de los escritores más controversiales de fines de siglo XIX.

En vida, recibió tantas críticas como halagos. Los sectores puritanos del Reino Unido nunca le perdonaron la talentosa reescritura, sin moraleja edificante, del Mito de Fausto en su única novela, “El retrato de Dorian Gray”. Tampoco le perdonaron su declarada bisexualidad, algo intolerable para la Inglaterra victoriana y pacata.

Sin embargo, los libros de Oscar Wilde se sobrepusieron a esos alardes de ignorancia y, con el paso del tiempo, fueron reconocidos como lo que son: obras del ingenio de un hombre que se dedicó a fustigar la hipocresía y la estupidez de su época.

Con todo, los ataques a su escritura -siempre epigramática, siempre polémica- no disminuyeron el fenomenal éxito que tuvieron sus piezas dramáticas como “Salomé”, de 1891 o “La importancia de llamarse Ernesto”, un juego de palabras en inglés con “la importancia de ser honesto”.

En un tiempo de representaciones aburridas, Wilde supo darles a sus personajes teatrales diálogos intensos y cargados de ironía, que despertaron en el público inteligente una incuestionable empatía. “Ese hombre viene a cambiarlo todo”, dijo un crítico británico tras un estreno.

En 1888, publicó uno de los libros más hermosos que se tengan memoria, “El príncipe feliz”.

Las adulaciones, no obstante, se convirtieron en críticas feroces –sin fundamento estético- cuando el marqués de Queenberry inició una campaña de difamación acusándolo de homosexual.

La condena. El 27 de mayo de 1895, Wilde fue penado a dos años de prisión y trabajos forzados por “actos criminales”. Los círculos intelectuales más importantes de Europa pidieron clemencia y hasta se ofrecieron a asilarlo, pero debió cumplir la sentencia en las cárceles de Wandsworth y Reading.

Su ironía no menguó en absoluto, ya que en esos sórdidos lugares, donde vivía mezclado con asesinos y ladrones, escribió la aclamada “Balada de la cárcel de Reading”.

Una vez en libertad, Wilde adoptó el nombre de Sebastian Melmoth y emigró a París, donde vivió hasta su muerte, en 1900. Su frágil situación económica y su apego a la bebida, lo llevaron en esos años a una vida miserable, “aún peor que la cárcel”, según le escribió a un amigo.

Como suele suceder con muchos grandes escritores, la fama y el dinero de sus derechos como autor llegaron recién en el siglo XX, mientras sus obras se representaban en el mundo entero, incluso en Inglaterra, donde había sido prohibido por la justicia.

Seis años después de su fallecimiento, Richard Strauss le dio música a su drama “Salomé” y Wilde fue redescubierto por la misma crítica que le había dado la espalda.

El irlandés. Wilde, que había nacido en Dublín, fue hijo de una familia acomodada. Su madre, Joana Elgee, fue escritora y su padre William Wills-Wilde, cirujano. Estudio en la Royal School, de Euniskillen, en el Trinity College, de Dublín y, el Magdalen College de Oxford, donde recibió el Premio Newdigate de poesía.

Hacia 1880, comenzó a publicar en periódicos y revistas sus primeros poemas, que fueron editados como libro un año más tarde. En 1882, hizo un viaje por Estados Unidos, donde ofreció una serie de conferencias sobre su filosofía estética y defendió la idea del “arte por el arte”, posteriormente llamada “dandismo”.

En esas conferencias amenas, comenzó a insertar las finas ironías que le valieron la sonrisa del público más inteligente: “Americanos e ingleses tenemos todo en común, excepto la lengua”, sonrió.

También visitó Francia en 1833, donde entabló una amistad duradera con Paul Verlaine, quien lo consideró “el único hombre de genio irlandés”.

Pese a su homosexualidad, Wilde se casó con Constance Lloyd y tuvo dos hijos con ella, pero ambos –muy británicos ellos- lo repudiaron y rechazaron usar su apellido.

En una época de oscurantismo, Wilde fue un hombre que, munido de su mejor arma, el sarcasmo, supo resistir a la mediocridad y convertirse en un escritor enorme. Nada menos.

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