Los años pasaron y en los pueblos Orania y Kleinfontein, en Sudáfrica, nada parece haber cambiado: en ninguna de estas comunidades pueden vivir ni trabajar negros, lo que llevó a que fueran denunciadas por mantener la segregación racial.
De la Redacción
Los pueblos de Orania y Kleinfontein, en Sudáfrica, parecen detenidos en el tiempo. Al menos ideológicamente. Desde hace un par de décadas, viven allí solamente familias de raza blanca descendientes en especial de holandeses (afrikáners), cuyo objetivo es lograr la autodeterminación.
La comunidad afrikáner comenzó a llegar al continente negro en el siglo XVII, luego de la colonización holandesa del Cabo de Buena Esperanza, y derivó en una progresiva inmigración de europeos, especialmente provenientes de Holanda, Francia y el norte de Alemania.
Entonces arrebataron vastas extensiones de tierras a los pobladores originales, se instalaron allí y comenzaron a trabajar en ellas.
Pero nunca dejaron de utilizar como lengua el afrikáans, derivado del holandés, ni cambiaron la religión calvinista que traían de Europa.
Los años pasaron y en Kleinfontein y en Orania nada parece haber cambiado desde entonces: en ninguna de estas comunidades pueden vivir ni trabajar negros, lo que llevó a que ambas poblaciones fueran denunciadas por mantener la segregación racial.
Kleinfontein y su “cultura”. El pueblo, ubicado en la provincia sudafricana de Gauteng, cerca de Pretoria, es un complejo de unas 860 hectáreas rodeado de altas vallas, donde sólo se admiten afrikáners, más allá de las tareas que quieran desempeñar.
Sus 1.800 habitantes aseguran que su selectividad no tiene que ver con el racismo sino con la cultura. Sin embargo, no es difícil encontrar vecinos de extrema derecha que anhelan volver al apartheid que logró desmantelar Nelson Mandela cuando en 1994 llegó a la presidencia de Sudáfrica, convirtiéndose en el primer mandatario negro del país.
Los habitantes de esta urbanización se reservan el derecho de admisión para quienes quieran vivir en el pueblo, e intentan justificar su decisión en la cuestión “cultural”.
Según dicen, el artículo 185 de la constitución los ampara en el derecho de vivir con individuos de su misma ascendencia cultural, idioma y religión.
“Para ser residente debes ser ‘Afrikaner’ descendiente de los primeros pobladores y cristiano protestante. No pensamos en términos de raza, sino de cultura, aunque no podemos negar que tenemos razas diferentes”, explicó hace un tiempo Jan Groenewald, el presidente de la comunidad, al diario sudafricano “Times”.
Y sus aspiraciones van más allá: pretende lograr la autodeterminación del pueblo y cree que “tarde o temprano” el Ayuntamiento de Pretoria “tendrá que aceptar” la situación.
Pueblo blanco en el continente negro. La misma concepción tiene Carol Boschoff, líder de la comunidad de Orania. “No encajamos fácilmente en la nueva Sudáfrica. Orania fue una respuesta a no dominar a los demás y a no ser dominados por nadie”, asegura.
El origen de esta población se remonta a finales de 1990, cuando unas 40 familias lideradas por Boschoff (yerno del ex premier Hendrik Verwoerd, principal ideólogo de la segregación racial y asesinado en 1966) compraron un terreno para asentarse por unos 200 mil dólares.
En 1995, el ya presidente Mandela visitó este asentamiento –ubicado en el centro de Sudáfrica, a lo largo del río Orange, en la árida región de Karoo- y se reunió con la esposa de Verwoerd, Betsie. Pero no logró la integración racial ni una apertura ideológica de sus habitantes.
La comunidad es cerrada y en su entrada hay una estatua de Verwoerd. Además, no ondea la bandera de Sudáfrica sino la de Orania, que también tiene organización sindical y moneda propia, el ora, para garantizarse que todo el dinero que se genera se gaste dentro la misma comunidad.
Muchos afrikáners decidieron en los últimos años mudarse a este poblado, ya sea porque consiguieron un buen trabajo o huyendo de la inseguridad de algunas regiones sudafricanas. Allí, con una población actual de unas 700 personas, casi no se registran delitos.
El pueblo cuenta con dos escuelas, donde las clases se imparten en afrikaans, y hay actividades culturales todo el año, lo que lo hace atractivo para muchas familias.
Pero los habitantes de ambas localidades son señalados como segregacionistas y por no adecuarse a la Sudáfrica multirracial construida por Mandela.
“Somos una comunidad cultural, no discriminamos por razones de raza. Porque necesitamos estos valores de lengua, cultura y religión”, asegura Marisa Haasbroek, portavoz de los vecinos de Kleinfontein.