Si uno piensa en rebeldía, futbolísticamente hablando, no podemos dejar de soñar con un Lionel Messi hiperactivo, poniéndose el equipo al hombro y haciéndose fuerte ante la adversidad.
En un Mineirao vestido de Argentina, con miles de hinchas “albicelestes” que coparon Belo Horizonte, la Selección jugaba “de local” en Brasil y ante un rival débil, pero orgulloso.
En las tribunas estaba Grondona de un lado y Maradona del otro, quien no pudo ingresar en el primer partido al Maracaná y que horas antes del encuentro de hoy criticó a la FIFA por el sorpresivo control antidopaje para la selección de Costa Rica, que derrotó a Italia y dejo afuera a Inglaterra. La adversidad sigue estando dentro de casa.
En la cancha se jugaba al fútbol, ó por lo menos se intentaba, con Argentina que no podía quebrar una aguerrida defensa persa, que si bien se paraba muy cerca de su arco, era difícil de flanquear.
A los 25 minutos el partido seguía 0 a 0 y la gente gritaba “Marado…Marado…”, tal vez no para criticar al equipo ya que todos estaban alentando, pero qué difícil se hacía mantener la paciencia inalterada y evitar que el fastidio se apodere de los “albicelestes”.
Messi no aparecía y fue justo él quien se enojó primero con el árbitro serbio, Milorad Razic, por la agresiva marca iraní que le impedía desequilibrar. “Tal vez necesitaba enojarse un poco”, pensaba uno.
De a poco la opción ofensiva de Argentina eran los centros de Rojo, a veces apurados e imprecisos, pero sobre todo sin un referente de altura en el área.
La prensa hablaba de Rodrigo Palacio para el segundo tiempo y el técnico portugués Queiroz, que en la previa de expresó honrado de enfrentar a la potente Argentina, sólo se preocupaba que Gago esté bien marcado para que no se la de a Messi.
El 10, que cada vez que quería realizar su clásico enganche encontraba una o dos piernas persas que impedían el avance, de a poco parecía perderse en el partido.
Reza, el jugador iraní de buen pié, se empezó a animar en la mitad de cancha y pisaba la pelota ante los volantes “albicelestes”, para que el público en el estadio repita su nombre a pesar de no conocerlo.
Irán había prometido una semana antes del inicio del Mundial ser una tarea difícil para sus rivales, y lo estaba cumpliendo.
La hinchada se movía, para allá y para acá, y Romero también tenía que acompañarlos ante el remate de Dejagah, primero desde fuera del área y después ganándole de cabeza a Zabaleta. El banco seguía inmóvil, hasta que la imagen mostró a Sabella diciendo “sí, si”. Se levantó y fue a buscar a Palacio y a Lavezzi ¿Sería muy tarde?
Dentro de la cancha, el más agresivo y dinámico era Marcos Rojo. Sí, Rojo, cuyo nombre empezó a oírse en Barcelona y por esa soberbia argentina mostramos una sonrisa, era el tres nuestro quien en ataque sorprendía, no solamente con centros sino también rematando al arco y dando pases de gol a Di María en más de un oportunidad.
Claro que si hablamos de Rojo es porque no hablamos del resto de las “estrellas” del seleccionado argentino.
Y “la estrella” apareció en el minuto 90. Le ganó las espaldas a los volantes iraníes, tal vez gracias a la movilidad de Lavezzi sobre derecha y de Palacio dentro del área, amagó sólo una vez y remató desde fuera del área para poner la pelota contra el palo y el grito en el cielo, para que Argentina se asegure la clasificación a octavos de final.
No fue rebeldía, fue lo que acostumbra hacer. Un destello por partido a veces es suficiente ante tanta precisión. Indiscutible, inolvidable.
Tal vez en un Mundial lo único que importa es ganar, porque si perdés quedas eliminado. Pero tal vez necesitemos algo menos de euforia si buscamos un poco más de profundidad y volvemos de una buena vez a “la nuestra”, que apenas pude ver cuando era un chico y que la nueva generación ni sabe lo que es: la rebeldía.