Desde el nacimiento del \”Welfare State\”, en la Gran Bretaña de posguerra, hasta la crisis financiera global que explotó en 2008, Europa se construyó alrededor del Estado social. Hoy elige proteger al sector financiero mientras expulsa a propios y extraños.
La película “El espíritu del45”del director inglés Ken Loach es un documento que refleja el ambiente político de euforia en el que se creó el Estado de Bienestar en la Gran Bretaña de las postrimerías de la II Guerra Mundial. El periodista español Joaquín Estefanía, ex director del diario El País, recoge esta parte de la historia inglesa y aprovecha para explicar en cuánto influyó esta creación en la construcción del Continente.
Realizado a manera de documental, el film de Loach está compuesto en buena parte por las entrevistas de quienes vivieron la construcción del “welfare” (bienestar) británico. El laborista Clement Attlee gana arrolladoramente las elecciones al vencedor de la contienda, el conservador Winston Churchill, e inicia inmediatamente la construcción del Estado de Bienestar, del cual la gran joya de la Corona es el Servicio Nacional de Salud.
Ejemplo que, por otra parte, durante unas décadas intentaron copiar los demás países europeos hasta los años 80, cuando la señora Mragaret Thatcher inicia su demolición para entregarlo al ámbito privado. Attlee se lo encarga a su ministro de Salud, Aneurin Bevan, un personaje –lo define Estefanía- que habría que colocar “en el frontispicio de los creadores del Estado de Bienestar, junto a Beveridge, Beatrice Webb, etcétera”. El servicio que fue ejemplar hasta que la Thatcher le puso la mano encima.
En el filme de Loach hay dos opiniones que retumban por encima de las demás: La primera, la ampliación de lo público se decidió para evitar el paro y el sufrimiento de quienes se quedaban en el camino, como había sucedido tras la I Guerra Mundial. Hoy hay hogares en los que conviven dos generaciones (padres e hijos) sin puestos de trabajo. “¿Hemos olvidado las lecciones de las dos conflagraciones?”, se pregunta Estefanía. El segundo lugar, las personas que hoy están contribuyendo a destruir el Estado de Bienestar son las que ayer se aprovecharon de él para formarse y crecer.
Contrasta aquel espíritu de 1945 con el de 2013, cuando desde el corazón de la rica Europa, Holanda, una de las naciones que se aplicaron a crear redes de protección ciudadana (“Fantástica infraestructura sanitaria y excelentes servicios públicos”, según el Foro Económico Mundial) abre la veda sobre el Estado de Bienestar para que sea sustituido por un concepto tan vacío de contenido como la “sociedad participativa”, tal la sustitución que reclamaron al rey Guillermo un Gobierno compuesto por liberales y socialdemócratas.
Lo que está en juego en esta crisis es el modelo social europeo, la mejor utopía factible de la humanidad, que es lo que ha hecho superior a Europa sobre otras partes del mundo durante casi siete décadas. El entusiasmo de los ciudadanos sobre el mismo aparece reiteradamente en el documental de Loach (“Lástima –reflexiona Estefanía- la ausencia de cualquier tipo de crítica sobre sus defectos o anquilosamiento por el cambio de la base demográfica de la sociedad”). Como también se refleja el triunfo de la ideología de la revolución conservadora sobre la razón.
Un 80% de la población considera estos planes nefastos, según la encuesta más reciente encargada por la televisión (NOS). Del mismo sondeo de urgencia se deduce que los holandeses confían más en el mundo empresario, y la propia regeneración de la economía mundial, que en la capacidad de sus políticos para salir de la crisis.
La razón de su desánimo responde al anuncio de un nuevo ajuste de 6 mil millones de euros y el duro cálculo económico de la Oficina Central de Planificación para 2014: el desempleo llegará al 7,5%; el déficit será de 3,3%, superando el límite del 3% exigido por Bruselas; y el poder adquisitivo bajará 0,5%. La Oficina es el órgano de referencia en cuestiones de macroeconomía, y el Gobierno remite los presupuestos generales a sus expertos para su estudio, lo que este año les ha permitido a Mark Rutte, primer ministro liberal, y a Diederik Samson, líder socialdemócrata, aferrarse a otro dato esencial, el que cifra el crecimiento económico en un 0,5%, y al rey Guillermo a lanzar un tímido mensaje esperanzador.
“Si bien la crisis sigue notándose, hay señales positivas que llevan a pensar que está llegando a su fin y perspectivas de mejoras para Holanda”. Pero que nadie se engañe, el nuevo modelo social que se avecina, cada vez menos ideológico y más cercano a la tecnocracia, afectará a todos.
Hace poco el historiador inglés Timothy Garton Ash recordaba que en 1953 Thomas Mann exhortó a un auditorio de estudiantes de Hamburgo a luchar, “no por una Europa alemana sino por una Alemania europea”. Este apasionado llamamiento se repitió sin cesar en la época de la reunificación, en los ‘90, pero hoy nos encontramos con una variante que pocos habían podido prever: una Alemania europea en una Europa alemana.
Las pasadas elecciones del 22 en Alemania fueron unas elecciones nacionales que definirán el futuro de lo que algunos periodistas alemanes han calificado como “la quinta Alemania”, la que nace de la reunificación de principios de los noventa. Es la que representa lo contrario al segundo “milagro alemán”, semejante al del canciller Erhard.
La tesis de la quinta Alemania presentada ideológicamente como un modelo, contiene la mayor involución sociolaboral desde la posguerra: desigualdad (según las estadísticas de la OCDE la desigualdad de ingresos crece en Alemania más rápido que en ningún otro país europeo); estancamiento salarial; generalización de la precariedad en un país en el que la seguridad en el puesto de trabajo formaba parte de su cultura; avance de la pobreza; recortes en el sistema de protección social; reducción de impuestos a los más ricos. Sin embargo, esta evolución es analizada como un ejemplo a copiar porque la desocupación no llega al 7% de la población activa (sin considerar la calidad de los puestos de trabajo que generan).
Hay consenso en que durante esta crisis tan larga el sector más protegido ha sido el financiero, mientras que todo lo demás (empleo, renta disponible, protección social …) vive en una permanente carrera cuesta abajo. A cambio de tan ingentes ayudas, a la banca se le pedía someterse a una regulación más exigente para que no volviesen a repetirse tantos abusos, y aunque pagasen algunos impuestos más.
Uno de esos impuestos es el de transacciones financieras (ITF) -una versión “light” de la tasa Tobin- que antes de las dificultades iniciadas en 2007 solo demandaban organizaciones fuera del sistema como ATTAC, y que poco a poco fue asimilado, por necesidad, por el corazón de las autoridades económicas de muchas partes del mundo. Se trata de un pequeña porcentaje que grava la compraventa de activos financieros como acciones, bonos, derivados, futuros de productos básicos etc.
A la luz de las discusiones, parecía que el ITF era cosa hecha; solo quedaba instrumentarlo. A pesar de todo, los obstáculos impiden que siga adelante. Está en punto muerto y es, hasta ahora, aunque modesto, un experimento fallido.
Cuenta Bradom Adams, profesor de la Universidad de Harvard, que cuando Barack Obama llegó a la Casa Blanca preguntó que se podía hacer para aumentar la recaudación. La respuesta de la mayor parte de sus asesores fue el ITF, pero Larry Summers (uno de los grandes responsables de la crisis y hoy fallido aspirante a la FED) se opuso y nunca se concretó.
Recuerda Adams que “mucho antes de que Lawrence Summers cobrara 5,2 millones de dólares anuales por trabajar un día a la semana o 135.000 dólares por pronunciar discursos en Goldman Sachs”, escribió un artículo que se podría traducir como “Cuando los mercados funcionan demasiado bien: defensa moderada de un impuesto sobre transaciones de valores”, en el que defendía claramente el ITF. Ejemplo de lo que decía el viejo Marx: la existencia determina la conciencia.
Además de su pequeña capacidad recaudadora, el ITF tiene un gran potencial contracíclico: podría disuadir a las legiones de operadores de alta frecuencia que negocian acciones automatizadas para intentar ganar unos céntimos en cada una de las operaciones, sin comportar ningún beneficio económico más que para ellos y sin crear riqueza. Como les gusta decir a los economistas, si quieres menos de algo, grávalo con un impuesto.
Del mismo modo que las elites extractivas de todas partes se reconocen entre sí, lo están haciendo también los ciudadanos que de una plaza a otra del mundo (los últimos, los turcos o los brasileños) aparecen concentrándose y protestando. A pesar de que cada una de esas manifestaciones tiene características nacionales específicas, hay temas transversales que saltan de la una a la otra: la relación entre la democracia realmente existente y el capitalismo que se practica, la corrupción que avanza generando pasarelas constantes entre el mundo económico y el político, la distribución cada vez más regresiva de la renta y la riqueza.
Garton Ash ha denominado a esta comunidad de ciudadanos que protestan “la V Internacional”, dice que está constituida sobre todo (aunque no solo) por hombres y mujeres jóvenes más preparados que la media que residen en ciudades, y “que se reconocen y se extienden en todas partes (… ). Como la generación de 1968, tienen algo en común, pero esta vez se extiende a todo el planeta”.
Uno de los hombres más ricos del mundo, el inversor Warren Buffet, escribió hace un par de años un artículo en The New York Times (“Dejen de mimar a los ricos”) en el que reconocía que la lucha de clases existe y “es mi clase la que va ganando”. Hace más de un cuarto de siglo que el sociólogo Christopher Lasch acuñó el concepto de “rebelión de las elites” y describió cómo estas se liberan de la suerte de la mayoría y dan por concluido de modo unilateral el contrato social que los une a todos como ciudadanos. Al aislarse en sus redes y enclaves de bienestar, esas élites abandonan al resto de las clases sociales a su albur y traicionan la idea de una democracia concebida para todos.
La existencia de esa difusa “V Internacional” es la rebelión contra la “rebelión de las elites”. No en vano los jóvenes han sido especialmente vulnerables en el desarrollo de la crisis económica.