La ciencia política contemporánea suele partir de ciertos supuestos al abordar su objeto de estudio. Un primer supuesto es que los actores políticos son racionales, entendiendo ese término en un sentido instrumental: es racional aquel actor que, dados ciertos fines, busca elegir los medios más eficaces a su disposición para alcanzarlos al menor costo posible. En el caso de los partidos, un segundo supuesto es que estos buscan cuando menos acceder al ejercicio del poder político, y permanecer en él. Ese supuesto no niega la posibilidad de que los partidos busquen además conseguir otros fines (por ejemplo, la igualdad de oportunidades), pero sí implica que, para conseguir esos fines, deben primero acceder y permanecer en el ejercicio de cargos políticos.
Parecen supuestos de sentido común, hasta que uno se topa con actores como el Partido Republicano en los Estados Unidos. Porque bajo esos supuestos tendría ante sí un derrotero diáfanamente claro: mantener la mayoría en la Cámara de Representantes y conseguir la mayoría en el Senado tras las elecciones de 2014, y preservar esos logros (además de obtener la presidencia), en las elecciones de 2016. Para conseguir esos fines, deberían evitar situaciones que afecten de manera adversa a la virtual totalidad del electorado, y por las que (según todos los indicios), serían considerados los principales responsables. Es decir, deberían evitar situaciones como la que acaban de propiciar: el cierre parcial (por tiempo potencialmente indefinido), del gobierno federal (según la agencia Moody’s, si el cierre dura dos semanas costará a la economía 0,3% en términos de crecimiento, y si se prolonga por un mes, el costo sería de 1,4%).
Más aún si propician esa situación para intentar derogar o impedir la entrada en vigor de una ley que busca conseguir una cobertura universal en los servicios de salud. En primer lugar, porque no hubo irregularidad alguna en su proceso de adopción: la ley fue aprobada por ambas cámaras del Congreso, refrendada por el presidente, y declarada constitucional por la Corte Suprema. En segundo lugar, porque los republicanos saben que no cuentan con los medios para derogarla: no cuentan con mayoría en el Senado, e incluso si la tuvieran, no cuentan en ninguna de las cámaras con la mayoría calificada que se necesitaría para superar un veto presidencial. En tercer lugar, porque no existe una clara y abrumadora mayoría en contra de la ley (según el último sondeo sobre la materia, 50% de los encuestados se opone a la ley, 36% está a favor, y 14% se muestra indeciso). E incluso si hubiera esa mayoría, no existen indicios de que se trate de una preferencia intensa para una proporción considerable de los electores: los republicanos hicieron de la derogación de la norma uno de los temas medulares de su campaña electoral, pese a lo cual no consiguieron impedir que Obama fuera reelegido (con un mediocre desempeño económico), que los demócratas conservaran la mayoría en el Senado, o que superaran en cerca de millón y medio los votos obtenidos por los Republicanos en la elección de la Cámara de Representantes (la cual tiene una mayoría republicana como producto del rediseño proselitista de los distritos electorales, y no del voto popular). Los únicos obsesionados con derogar la ley de salud son la mayoría de congresistas republicanos (en parte porque saben que es la norma con base en la cual la historia juzgará la gestión de Obama, no en vano la ley es conocida como “Obamacare”).
Ahora bien, promover la derogación de la ley de salud pese a no contar ni por asomo con los votos necesarios para conseguirla, no es necesariamente irracional: podría ser un intento de dejar constancia de la profunda desaprobación que esa norma les suscita, con la expectativa de cosechar un rédito político en caso de que la historia les dé la razón (existen indicios claros de que ese no será el caso, pero ese ya es otro tema). Pero someter a votación el mismo proyecto cuarenta y tres veces, linda con la siguiente definición de Einstein: “La locura es hacer la misma cosa una y otra vez, esperando obtener diferentes resultados”. Aunque en defensa de la salud mental de los republicanos podría decirse que, tras 43 intentos fallidos por derogar la norma, finalmente recurrieron a una nueva táctica: cerrar parte del gobierno federal, hasta que los demócratas acepten dejar sin fondos la ley de salud (con lo cual no la derogan, pero postergan su entrada en vigencia). Lamentablemente esa táctica no basta para que califiquen como un actor racional, porque tienen suficientes indicios de que una mayoría de electores los considerará los principales responsables de una debacle que pudo evitarse: las encuestas señalan con claridad que los electores culpan en mayor proporción por el desaguisado al Congreso que al presidente, y dentro del Congreso, culpan más a los republicanos que a los demócratas (para no mencionar que la aprobación presidencial es de 44%, frente al 10% de aprobación con el que cuenta el Congreso). Es exactamente el mismo resultado que arrojaron las encuestas la última vez que algo así ocurrió, presagiando la reelección de Bill Clinton en 1996.
La única explicación de lo dicho que no desafía los límites de la razón sería la siguiente: los congresistas republicanos no están apelando al votante medio, sino a los sectores más conservadores (y mejor movilizados), de su propio partido. De ese modo buscarían garantizar su triunfo en las primarias que los seleccionarían como candidatos republicanos a la reelección, aún a sabiendas de que eso reduciría sus posibilidades de ser reelegidos.
* Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional. Columnista de Americaerconomia.com.