Las minorías \”no europeas\” pesan cada vez más, lo que se notó en las últimas elecciones. Los menores de 30 juegan un papel en el \”nuevo\” Estados Unidos, que reeligió al primer presidente afroamericano. La ultraderecha vs. los moderados.
“Estados Unidos, de Roosevelt a Obama” son unos cuadernillos editados por el diario francés “Le Monde” que resumen la historia de Estados Unidos desde 1945 hasta la actualidad. Aquel noviembre de 2008 no fue una victoria efímera. Cuatro años más tarde, Barack Obama fue reelecto para un segundo mandato. Los americanos volvían a enviar a la Casa Blanca a un hombre que encarna su propia diversidad, cuyo balance ha sido más bien positivo y merecía continuar.
La característica más sobresaliente del escrutinio de 2012 ha sido su capacidad para reflejar los cambios demográficos–violentos o no– que van conformando el país. Alain Frachon, el periodista encargado de la compilación del libro asegura que Estados Unidos de comienzos del siglo XXI “se parece muy poco a los Estados Unidos de 1945”, justo donde este libro comienza.
Las minorías de origen “no europeo” pesan cada vez más: Primero los latinos, luego los afro-americanos, los asiáticos en tercer lugar y ahora el conjunto de la población de menos de 30 años (el sector que votó a Obama en un 60%). Sin embargo, gracias a un recorte de circunscripciones que favorece a los que “se van”, los 129 millones de norteamericanos que votaron el 6 de noviembre pasado enviaron a la Cámara de Representantes una sólida mayoría republicana. “¿Esquizofrenia electoral?\”, se pregunta Franchon, mientras que la prensa americana observa en esta actitud una moral insegura y deprimida, que pinta el retrato de un país que duda como enfrentar los desafíos que le esperan.
La crisis financiera de 2008 reveló las fallas de un capitalismo “a la moda de Wall Street”, especulativo, desregulado, prodigiosamente desigual. Pese a los esfuerzos de Obama para rearmar el “puzzle” en que ha quedado convertido el país, cuyo crecimiento sigue siendo uno de los más mediocres del planeta.
La Casa Blanca y el Congreso, demócratas y republicanos, insisten en tratar de definir en conjunto una estrategia seria frente a la patología que mina el país, la deuda, las profundidades de una deuda acumulada por una nación que consume más de lo que produce y un Estado que gasta más de lo que genera.
El desafío es también exterior. La más grande de las democracias industriales pierde terreno a manos de China, ahora la segunda economía del planeta, y Estados Unidos ha visto quebrarse su imperio político. Este comienzo de siglo coincide con la hora de las potencias emergentes –India, Brasil, Indonesia, Turquía– que alineados detrás de China contestan el liderazgo americano.
El humor de la posguerra fría ya no tiene vigencia. Cuando los Estados Unidos emergieron victoriosos de su enfrentamiento con la Unión Soviética, se veían a sí mismos en posición de “hiperpotencia”. Lo mismo cuando ejercían una dominación que no debían compartir con nadie, se tratara de la economía, de la ciencia, la cultura y, más aún, de potencia militar. El tiempo de la preponderancia casi absoluta concluyó con los atentados de septiembre 2001. Las dos guerras que siguieron revelaron a EEUU los límites de su potencia militar y la explosión financiera de 2008, los límites del turbocapitalismo.
Optimistas por naturaleza, los estadounidenses se refugian con gusto en la nostalgia de los “buenos viejos tiempos”. Embellecen los años ‘50 y ‘60 y olvidan los dramas que marcaran la década del ‘70. Lloran los años de Ronald Reagan (1980-1988) y recuerdan alegremente los dos mandatos de Bill Clinton (1992-2000). En aquellos tiempos los republicanos no estaban al mando de un grupo de extremistas fuera de control (el “Tea Party”) y los dos grandes partidos –con sus más y sus menos– terminaban entendiéndose sobre los problemas del país.
Ese consenso de las grandes leyes y de un centrismo político que parecía compartido por las dos cámaras del Congreso se terminó. Algo se perdió en el camino y es una manera empírica de hacer política. Obama ha prometido remediarlo. Obama no cree en el repliegue americano. Después de todo, hace mucho que el miedo al declive persigue a Estados Unidos. Y aflora a lo largo de ese momento de la historia americana que retrata este libro.
Estados Unidos escapa a una catástrofe presupuestaria. “El abismo fiscal que Obama ha conseguido saltar el primer día del nuevo años es hijo directo de la crisis de gobernabilidad que aqueja a las democracias representativas, pero nieto y heredero legítimo del llamado poder del monedero, el mecanismo que está en el origen mismo del parlamentarismo”. Así comienza la columna de Lluís Bassets, subdirector del diario madrileño “El País”.
Y sigue: “Sin la polarización entre demócratas y republicanos, sin el empecinamiento en mantener congelados los impuestos mientras aumenta el gasto en Defensa y sin el boicot a Obama por parte de la derecha entera, no se habría alcanzado esta situación límite que ha estado a punto de hundir la economía de Estados Unidos, gracias a un recorte automático del gasto público y a un simultáneo incremento de impuestos para todos”.
El acuerdo al que los demócratas y una parte de los republicanos llegaron para evitar que Estados Unidos caiga en el paquete de recortes conocidos como “abismo fiscal” supone la primera subida de impuestos a las rentas altas en dos décadas, y cumple por esto una promesa de campaña del presidente Obama. No soluciona, sin embargo, el problema de cómo se aplicarán 110 mil millones de dólares en recortes automáticos al gasto público.
Los contribuyentes individuales que ganen más de 400 mil dólares al año, y las parejas con ingresos de 450 mil o más, experimentaran un incremento en sus impuestos del 35 al 39,6%. Es la primera vez desde 1993 que el Gobierno permite que aumenten las tasas de los norteamericanos con más ingresos. En campaña, Obama había prometido aumentar los tributos de aquellos que ganaran más de 250 mil dólares anuales, el 2% de los contribuyentes, pero durante las negociaciones del “abismo fiscal” cedió en ese límite.
En total, el Gobierno espera recaudar unos 600 mil millones de dólares en la próxima década gracias a esa subida tributaria. Además se impone un límite a las deducciones de impuestos, las que se aplican, por ejemplo, a donaciones caritativas. A partir de ahora el máximo que podrá desgravar un contribuyente en la declaración de la renta anual es de 250 mil dólares o 300 mil si se trata de un matrimonio.
También aumentan el impuesto de sucesiones. Fuera de las negociaciones se dejó un incremento del impuesto único sobre los salarios, algo que afectará al 77% de los trabajadores. Hasta ahora, ese tributo, descontado de las nóminas para financiar la seguridad social, era del 4,2 por ciento. Dado que demócratas y republicanos no han llegado a un acuerdo al respecto, aumentó automáticamente al 6,2 por ciento en todos los salarios de hasta 110 mil dólares anuales.
Ha sido la prensa de Estados Unidos la más descontenta con el acuerdo. Si el Presidente estima haber cumplido con una de sus promesas de campaña, modificando “un código de impuestos que era muy favorable a los ricos a expensas de la clase media”, varias voces de su propio partido han hecho pública su decepción. Según Tom Harkin, senador por Iowa, el presidente “no supo negociar”. Peter Baker, editorialista de “The New York Times” evoca incluso la aparición de un “Tea Party” de izquierda, “que considera su compromiso como una capitulación frente a los republicanos”.
Para el sitio Político.com, las negociaciones entre los dos sectores se desarrollaron sobre “la desconfianza, la ausencia de comunicación”. El acuerdo debe su existencia al vicepresidente Joe Biden, que apareció como “voz clave dándole ánimos al presidente para que no abandonara la mesa de negociaciones”. Para el prestigioso “Christian Science Monitor”, Joe Biden, “el negociador experimentado que pasó 36 años en el Senado”, es quien le robó “el estrellato a Obama” en esta negociación.
Jonah Goldberg, columnista de “USA Today”, opina que la gestión de este conflicto ha revelado quien era “el verdadero adulto en la Casa Blanca”. El vicepresidente, afirma Goldberg, se mostró “más realista y útil” que su jefe, que prefirió acusar a los republicanos de no querer trabajar con él. “Una excusa cómoda”, juzga Goldberg.
Para el “Washington Post” el pacto de último minuto no hizo más que pasar por encima sobre “la mayoría de las cuestiones espinosas”, abriendo la vía a “otras confrontaciones potencialmente más graves para este nuevo año”. “Los Ángeles Times” recuerda que desde la era Bush, los miembros del “Grand Old Party” jamás aprobaron un alza en las tasas de impuestos. Tampoco se muestra optimista sobre la continuidad de las discusiones: “Los republicanos van a hacer valer que Barack Obama tuvo que hacer concesiones (…) Pero esto no será suficiente para amansar a la base más conservadora del partido”, apunta el gran diario de la Costa Oeste.
Según Antonio Caño, de “El País”, en medio quedó el presidente Obama, “que ha cumplido con su promesa electoral de que el 2% de la población asuma una mayor carga en la solución del déficit, pero que ha dejado en evidencia similares carencias sobre su capacidad de liderazgo a las que mostró, por ejemplo, durante la tramitación de la reforma sanitaria.
Ha ganado, ha evitado una crisis mayúscula pero no ha dejado a nadie contento. Para la derecha, es un cobarde que no se atreve con las reformas que se precisan. Para la izquierda es un traidor que, como declaró Robert Reich (prestigioso ex ministro de Trabajo de Clinton), “rompe con sus principios más básicos a cambio de cualquier acuerdo”. En sus primeras palabras tras la aprobación de la ley contra el abismo fiscal, Obama se mostró orgulloso de ese pragmatismo. “Como he demostrado en estas últimas semanas, estoy muy abierto a compromisos”, cita Caño sus últimas palabras.