Carlos Martel, los pipinidas, la mayordomía carolingia, el papado y nuestro mundo

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El autor descorre el velo aquí de un período lejano pero de consecuencias duraderas hasta el punto de dar forma al Occidente cristiano que conocemos.

Un 22 de octubre de 741 d.C, hace exactamente 1280 años, moría en Francia el legendario Carlos Martel. Los lectores podrían preguntarse de qué modo un acontecimiento tan remoto en el tiempo y tan distante en la geografía puede ser motivo de interés para nuestro tiempo y nuestro mundo. Pero si advertimos en la epopeya de aquel caudillo formidable (cuyo seudónimo expresa la potencia de su naturaleza para machacar, como un martillo, “martellus”, a sus más resistentes enemigos) la emergencia de un nuevo poder dinástico que cambió para siempre el mapa de Occidente, y creó las condiciones geopolíticas para el nacimiento de esa entidad nacional que llamamos Francia y esa ecúmene continental que llamamos Europa, entonces su figura interesa a la crítica contemporánea, sin dejar de ser medieval.

Y más todavía, a la luz de situaciones que van quedando en evidencia durante este proceso de reconfiguración de la gobernanza mundial a horcajadas de la emergencia sanitaria, donde el papado aparece inusitadamente alineado con agendas globalistas de poder planetario, quizá los eventos ocurridos en los años que siguieron a la vida y la muerte de Martel provean, si no la respuesta, al menos alguna clave para una lectura histórica tan controversial como diferente de las narrativas oficiales.

Esos monarcas merovingios, a quienes los germanos atribuyeron un linaje divino y, por tanto, el “Geblutsrecht”, el privilegio de la sangre para reinar, ya se habían convertido en los “reyes holgazanes”, como los etiquetó la crónica palatina. Ocupan el trono pero no gobiernan. Si de vez en cuando emiten diplomas que ni siquiera han leído, redactados por su pulcra cancillería, ese mismo acto ratifica que el monarca “fait néant”, es decir, no hace nada, es un perfecto holgazán. Aunque, como escribió Joseph Calmette, a aquella pereza habría que sumarle una irrecuperable impotencia: pues aunque hubieran querido, a esa altura del Medioevo en el reino de los francos, nada hubieran podido hacer porque los dueños del poder ya eran los “maitres de palais”, los “mayordomos de palacio”.

Extraña magistratura ésa, la primera del Estado franco, surgida por la fuerza de los hechos en vez de por la fuerza del linaje o de los decretos. Y entre esas fuerzas fácticas, la que los sostiene desde el comienzo es la posesión de la tierra, aún antes de la existencia del feudalismo. Ellos son la aristocracia terrateniente en su versión más activa y belicosa, y tan pronto sostienen a los reyes como tan pronto los recluyen en monasterios para neutralizarlos en forma definitiva, aunque más piadosa que los “gulags” soviéticos o las prisiones de Guantánamo. El que manda es, entonces, el mayordomo de palacio, al menos a partir de Pipino de Heristal, fundador de esa dinastía “pipinida”. Pero, más todavía, a partir de su hijo, Carlos Martel.

¿Qué hizo, pues, aquel retoño bastardo, además de evadirse de una prisión y rebelarse contra su madrastra Piectruda, para obtener un sitio en la historia? Sin duda nuestro personaje se vio favorecido por el rechazo que inspiraba en los francos el hecho de que el gobierno lo ejerciera una mujer. En efecto, la viuda de Pipino movía los hilos detrás de los tres hijos legítimos. Luego de las derrotas militares en Neustria, Lombardía, Sajonia y Austrasia, la regente cedió el mando y marchó al destierro con sus críos.

Carlos asume el poder con ínfulas de dictador y debe someter a los circunstanciales aliados de antes, comenzando por Rainfol de Neustria. Su misión perentoria fue reconfigurar los contornos de la Galia histórica (o sea, el molde territorial y étnico de Francia), con una política expulsiva de frisones, sajones y bávaros. Internamente, se mostró en extremo pragmático: para asegurar la unidad de sus súbditos, no vaciló en reinstalar en el trono a tres monarcas merovingios depuestos: Clotario IV, Childerico II y Teodorico IV.

De todas las batallas que libró, sin duda, fue Poitiers (732 d.C) la que más timbró su nombre de laureles y lo consagró como salvador de la fe cristiana en suelo franco: allí detuvo a los musulmanes provenientes de España. Y de paso, tomó posesión de las regiones meridionales del reino, es decir, de Provenza y Aquitania. De haber sido derrotado, el destino de Francia hubiera sido diferente. Su victoria fue la victoria de la cruz latina sobre la media luna, aunque, como señaló el historiador David Nicolle, la expansión árabe ya estaba en retroceso.

A sus huestes las recompensó con tierras eclesiásticas secularizadas a ese efecto y con la hacienda de los francos del sur que se habían coligado con los moros. Pero al fin y al cabo, la Iglesia también fue pragmática y le perdonó aquel sacrilegio con forma de expolio inmobiliario en canje de su servicio frente a los “infieles” y de su protección sobre san Bonifacio, el apóstol de los germanos.

Hay quienes sostienen que Carlos Martel fue el precursor del llamado “beneficio”, que es el antecedente del feudo y del sistema feudal. Se trataba de una fórmula de conciliación entre aquellas concesiones de tierras arrebatadas a los abades y obispos, y la posesión y explotación efectiva de aquellos fundos rústicos por parte de su milicia, en tiempos de paz.

A su muerte, la incipiente dinastía detuvo por poco su avance: sus dos hijos, Carlomán y Pipino, reciben cada uno la mitad del reino merovingio. Pero cuando el primero se hizo monje, quedó expedita la vía para la unificación de la mayordomía.

Sin embargo, el desplazamiento de los monarcas merovingios no fue rápido, aunque sí irreversible. ¿El escrúpulo religioso pudo retrasar la toma del poder? Bonifacio, apóstol de Germania y nuncio ocasional de la corte pipinida, debió plantear ante el papa Zacarías la pregunta: “¿Conviene llamar rey al que tiene la realidad del poder o al que tiene la apariencia del poder?” Y el pontífice respondió en el sentido de los deseos de este otro Pipino ll, motejado “el Breve”, el vástago de Martel, llamado desde ese momento a reinar en virtud de la autoridad apostólica, evitando las perturbaciones del orden social que la suplantación de la corona hubiera causado.

“El rey idiota”. Aún cuando Childerico III era fácil de eliminar (no en vano se lo llamó “el idiota” o “el rey fantasma”), no iba a ser sencillo legitimar un linaje advenedizo que atropellara el privilegio ancestral y pagano de la sangre. Pero, ahora que los francos eran cristianos solo la Iglesia podía venir a legitimar una unción superior.

Sin la validación pontificia, el golpe de estado de Pipino hubiese sido un acto de fuerza sometido a cuestionamientos permanentes. Por ese motivo, cuando el pueblo franco aclamó a la nueva familia reinante allí estuvo presente San Bonifacio para “consagrar” con óleo las testas de los nuevos príncipes, un acto sacramental inédito, nunca antes derramado sobre la corona de un merovingio, ni siquiera de Clodoveo.

En definitiva, el papa Zacarías, al modo de los jurisconsultos romanos, había rubricado con su rescripto la supresión de los merovingios, prefiriendo la alianza con la mayordomía.

En 751, este tercer Pipino de baja estatura encerró al último merovingio en un monasterio y usurpó el trono real de una vez por todas. La “nueva raza” entra a reinar plenamente, en los hechos, en la apariencia y en el título, y prepara el camino del Imperio que llegará con Carlomagno. Pero para eso falta aún, aunque ya están en la escena los “carolingios”, un nombre dinástico que erróneamente se atribuye al nieto “Magno” cuando en realidad se deriva del abuelo “Martel”, que no fue rey pero tuvo más poder que tres reyes sucesivos de legítima estirpe.

Las narrativas conspirativas pueden extraer del episodio del empoderamiento de Carlos Martel y luego, de la unción de Pipino, cantidad de sospechas inquietantes. ¿Acaso quedó sellado entonces un pacto más profundo, más recíproco y más constante entre los poderes apostólicos y el germen del Imperio? ¿Acaso la genealogía merovingia se atribuía un origen tal que hasta la silla apostólica veía disminuida su autoridad sobre los reinos cristianos? ¿Acaso los recelos de los papas, como meros “vicarios” de Jesucristo, pudieron conspirar contra un linaje que, según algunos, nada tenía de “vicario” porque descendía carnalmente del propio profeta de Nazareth? Quizás Dan Brown tenga alguna respuesta que nosotros ignoramos. En cualquier caso, la historia oficial suele ser omnívora y nunca deja hueco para validar las versiones apócrifas que encuentran en Internet su mejor caja de resonancia y, por ende, su peor carta de autenticidad.

Una explicación tal vez más lineal y fáctica al fin sería que la Sede Apostólica necesitaba de un Estado franco fuerte y leal para protegerse de los lombardos en Italia (siempre intentando el cerco sobre Roma) y para avanzar en la cristianización de los restos de la Germania, comenzando por Sajonia. Los reyes carolingios serán soldados de Cristo y de la Iglesia, heraldos de la civilización cristiana y portadores de la cultura latina que vino a heredar a la cultura del Imperio Romano.

Comenzaba así el ciclo milenario franco-romano de la historia de un Occidente que libra, desde hace trescientos años, una contienda cultural de inusitada “rapidización” y resultados imposibles de prever.

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