Es innegable la relevancia que presentan las religiones en el mundo contemporáneo. Me refiero especialmente a las “Religiones del Libro”, lo que incluye al judaísmo, al cristianismo y al islamismo, las que comparten raíces comunes y, entre otras características, dicen adorar a un solo Dios.
Según el teólogo católico Hans Küng, de su buena convivencia depende nada menos que la paz mundial. Y no creo que haya exagerado ya que desde la más remota antigüedad hay registros indiscutibles del maridaje entre la violencia y lo sagrado.
Para no ir más lejos, desde la fundación del Estado de Israel en 1947 y el concomitante conflicto con Palestina, el terrorismo como recurso bélico-religioso fue utilizado de manera mayormente local. Empero, con la caída del muro de Berlín, seguido de la Guerra del Golfo y, más precisamente, desde los atentados del 11-S, los monoteísmos han sido colocados en el “ojo de la tormenta” por parte de Occidente (recordemos la invasión a Afganistán entre 2001 y 2014 que fue vivida como una verdadera cruzada), siendo una de las consecuencias directas del horizonte intelectual del “fin de la historia”.
Con respecto a esto, John Rawls observó con mucho cuidado el creciente avance musulmán en Europa, planteando que los seguidores del islam deben, a pesar de su mentalidad teocrática, adaptarse a las normas básicas que gobiernan a una sociedad democrática y laica.
El intervencionismo occidental en Medio Oriente exacerbando la tensión entre chiitas y sunnitas, las crisis humanitarias, las migraciones en masa y el fulminante avance talibán, nos muestran la necesidad de buscar una convivencia pacífica entre los distintos actores religiosos. Es cierto que gran parte de las causas de estas dificultades son profanas, pero su justificación generalmente recae en el mito.
No se trata solamente de promover un acuerdo doctrinal, lo que podría interesar a los estudiosos de las religiones comparadas dentro del campo académico, sino por el hecho de que hay verdaderos problemas a resolver donde están en juego no solo valores culturales y éticos sino, además, el cuidado de la existencia misma.
El problema es que el debate entre las orientaciones sacrales, más allá de que sea deseable, se muestra preocupantemente ineficaz. Tratemos de pensar un posible porqué.
Podríamos decir que la religión como tal posee por lo menos dos dimensiones a tener en cuenta: por un lado el aspecto externo, es decir, el análisis crítico que se le pueda hacer desde una mirada objetiva; y, por el otro, el aspecto interno o desde la cosmovisión del creyente. O sea, desde la subjetividad de la fe.
El primer ámbito de análisis estará abierto a lo relativo, a la duda, el segundo se afianzará en la certeza de lo absoluto. Sin embargo, ese encuentro viene fallado desde su génesis ya que se plasma desde una mirada íntima, razón por la cual no es posible acordar entre interlocutores que tengan la presunción de ser los depositarios de la redención última.
A propósito de esto, hace un tiempo llegó a mis manos un libro compilado por el mencionado teólogo Küng, “El cristianismo y las grandes religiones”. Tal como comenté al inicio de esta nota, el autor abogaba por el consenso para lograr la paz mundial. No obstante, la falla ya está expuesta en el título mismo: porque da a entender que el cristianismo está ocupando una posición de privilegio sobre las demás.
Lo que quiero mostrar es que un diálogo productivo debe ser siempre entre pares, no entre elegidos y pecadores. La diferenciación aún vigente entre “judíos” y “gentiles”, “cristianos” y paganos”, “musulmanes” e “infieles” no es un buen comienzo para iniciar ninguna conversación.
La posición supuesta de que “yo poseo la verdad universal porque el mismo Dios me la ha revelado a mí y al otro no”, está destinada al fracaso; por este motivo, solo me queda convencerlo a como dé lugar para que no sea castigado por la ira divina. En la tardía Edad Media la Santa Inquisición solía condenar a la hoguera a los herejes bajo el pretexto de que sería mucho peor que cayesen en las brasas del infierno; ergo, la lógica del terrorismo religioso o de las mismas guerras santas termina en una trampa conceptual parecida: convertir o destruir.
Lo que vemos entonces es una posición arcaica, cerrada e improcedente que debe ser superada. Pero me temo que esto sea imposible por la sencilla razón de que la religión solo es tal si los fieles creen tener la salvación revelada. Y hablar desde el pedestal ya hace que todo diálogo decante en una imposición haciendo inviable cualquier entendimiento.
Las configuraciones monoteístas presentan aún otro problema no menor: tienen un “solo Dios”; una “sola fe”; un “solo camino”; un “solo mediador”. Ahora, ese Dios Uno, ¿es el mismo para las tres? Si respondemos afirmativamente no tiene sentido que estén separadas, pero si asumimos lo contrario, entonces carece de sustento hablar de unidad ya que tendríamos que proponer tres dioses diferentes, o sea, un “polimonoteísmo”, lo cual es un absurdo. Ahora, si el mismo Dios se reveló a tres culturas en tiempos y maneras distintas confundiendo al creyente, el error está en él y no en los hombres, por lo que seguimos cayendo en la contradicción, porque Dios, según dicen, no puede equivocarse.
El asunto ya viene muy complicado desde el comienzo. Si los interlocutores parten de la premisa de que cada uno tiene la verdad absoluta respecto a la fe, no hay diálogo posible, solo la pretensión de que el otro acepte incondicionalmente lo que alguno diga y se convierta, lo cual en sí es un acto de soberbia. Por eso, el acuerdo fecundo entre las diversas posiciones se enfrenta con el obstáculo de su propia imposibilidad dialéctica.
Paul Tillich, que fue un teólogo protestante abierto a construir un consenso con las distintas fes, habló de las “fronteras”. La única forma de dialogar es la igualdad, que la frontera del otro sea abierta para mí y yo abra las compuertas de mi ser hacia el otro para que encontremos un terreno común: que antes que miembros de un culto determinado, sea por nacimiento o por elección, somos seres humanos. Pero Tillich no respondió cómo hacerlo.
Presumo que para que ese proceder dé resultados debe superarse aquello que los separa pues para que haya una convivencia pacífica entre las tradiciones espirituales los miembros deben relativizar sus creencias y abrirse a la posibilidad de que tal vez el otro esté tan equivocado como uno, lo que sería dejar de ser religioso por definición.
En definitiva, superar al partido, a la secta, al “soviet” es el único modo de establecer un diálogo entre iguales, no a partir de una plataforma doctrinal sino desde el ser. Antes que militantes de un credo o de una ideología somos humanos que existimos en el mundo para la muerte y estamos hermanados en ese destino universal insoslayable.
Superar la religión no es anularla en el sentido freudiano o marxista, claro está, si no que superar es “realizar”. La única manera, creo, es aceptar y practicar lo común que todas predican: su ética, donde coinciden en lo que todos desean y en lo que es realmente importante: el amor.
Solo así, en la apertura de consciencia, se encontrará el espacio común para poder sentarse a discutir cómo empezar a mejorar un poco este convulsionado mundo. Y deben hacerlo los hombres porque Dios, más allá de la pretensión del mito, difícilmente tome la palabra.
* Filósofo, ensayista y teólogo