El 29 de julio de 1966, cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires fueron violentamente desalojadas, en el episodio que se conoce como la “Noche de los bastones largos”. Profesores, estudiantes y no docentes, que ocupaban los edificios en defensa de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, fueron salvajemente golpeados por la Guardia de Infantería de la Policía Federal. El objetivo final que buscaba esta intervención era expulsar de las Universidades a quienes la recientemente instalada dictadura militar de Onganía consideraba opositores.
Este evento marcó un hito en la educación y la ciencia argentina, que pagaron un altísimo precio: el despido y la renuncia de 700 docentes de nuestras universidades, muchos de los cuales continuaron sus carreras académicas en el extranjero.
Así, se cerraba un ciclo brillante de la Universidad en cuyas aulas y laboratorios se discutía y diseñaba un nuevo proyecto para el desarrollo científico y tecnológico de nuestro país, y cuya primera etapa durante el gobierno del General Perón fuera interrumpido por el golpe de 1955. Pero con esto también se iniciaba un ciclo de éxodos, motivados ya sea por la persecución política ya sea por las crisis económicas, que debilitaron nuestro sistema científico-tecnológico a largo de estos conflictivos años de nuestra historia.
La educación superior, la ciencia y la tecnología han sido siempre blanco de los proyectos neoliberales que cíclicamente asolan nuestra región. La dictadura cívico-militar del ’76, la crisis hiperinflacionaria del ’89 que abrió paso a la década neoliberal de los 90′, la crisis del 2001 y, finalmente, el aciago periodo de los cuatro años de Cambiemos.
En todas estas etapas, investigadores y profesores fueron objeto de un ataque sistemático que llevó a debilitar nuestra capacidad científica y a postergar el desarrollo tecnológico autónomo. Curiosa característica del neoliberalismo vernáculo que declama llevar el país hacia la modernidad tomando como ejemplo a los países desarrollados, pero camina en dirección opuesta dinamitando su sistema de ciencia y técnica, clave para cualquier país que pretenda sobrevivir en el siglo de la Sociedad del Conocimiento.
Cabría preguntarse por qué docentes y científicos fueran considerados en distintas etapas por estos sectores como peligrosos, subversivos o simplemente ñoquis que viven a costa del Estado. ¿Es simplemente porque el espíritu crítico, que es parte del ejercicio cotidiano de estas comunidades, impide que se oculte en ámbitos académicos la realidad de la postergada Latinoamérica? ¿O detrás de estas posiciones subyace el interés de países centrales para evitar que la región pueda implementar un desarrollo autónomo?
A pesar de todo esto, el sistema de ciencia y técnica argentino ha resistido a los embates neoliberales a través de décadas. La calidad de la enseñanza universitaria y de la formación de posgrado las constituye como elementos que garantizan la supervivencia del sistema más importante de Latinoamérica. Pero no basta para que Argentina pueda subirse al tren de los países desarrollados. Cada golpe asestado al sistema implica una lenta y trabajosa recuperación.
Hoy nuestro gobierno enfrenta una tarea doblemente difícil: reconstruir el enorme daño realizado por la gestión de Cambiemos y hacerlo en el contexto de una pandemia que golpea al mundo y a nuestro país. La decisión política está convalidada con la reciente promulgación de la Ley de Financiamiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación.
El objetivo es claro: retomar el camino iniciado en el 2003 que abrió doce años de crecimiento sostenido de nuestra ciencia y que esta se convierta en una herramienta clave en la construcción de una Argentina más justa e inclusiva.
* Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación