A 150 años de su muerte, el autor desgaja en esta nota una faceta personal del eximio pintor del siglo XIX, un anticipo de su próximo libro, “Prilidiano, íntimo”.
Muchos estudios se han dedicado a Prilidiano Pueyrredon en su actividad como pintor, la que le otorgó en su tiempo merecida fama y renombre, las que ha trascendido y aún acrecentado hasta el presente.
El artista, reconocido en la década del 30 del siglo pasado en una magnífica exposición organizada por Amigos del Arte, que editó un catálogo con el prólogo de José León Pagano, mereció una monografía del mismo autor, un exhaustivo estudio sobre su faceta artística editado por la Academia Nacional de Bellas Artes hace siete décadas.
Casi al mismo tiempo, Arminda Donofrio le dedicó una biografía al artista y su tiempo. A estos trabajos debemos añadir monografías, ensayos y artículos de Eduardo Schiaffino, Jorge Romero Brest, José Luis Lanuza, Adolfo Ribera, Rodolfo Trostiné, Enrique Williams Álzaga, Marcos de Estrada y Victoria Ocampo, entre otros.
Sin embargo su faceta personal en muchos aspectos permanece prácticamente desconocida o someramente estudiada, la que es motivo de un libro que en breve daremos a conocer titulado “Prilidiano, íntimo”. Uno de esos perfiles omitidos es su afición a los carruajes y a conducirlos. El testimonio de Rafael Ayerza, un muchachito que solía acompañarlo en las visitas al campo que tenía en sociedad con su primo Adolfo Pueyrredon en Baradero, y recogido hace años, es prueba de ello.
La pintura suele ser bastante generosa en cuanto a diversos tipos de carruajes. Algunos de ellos quedaron documentados en la vasta producción de Pueyrredon, que visitaba el campo con frecuencia ya que además de su amistad con otros estancieros la tuvo también con Pereyra y con Iraola, sin contar su afición a la caza, como lo dimos a conocer en estas páginas bajo el título “Hablando de cazadores”. Veamos algunas de aquellas obras.
En “Un alto en el campo”, de 1861, se ve una carreta, los viajeros han tomado un descanso, una señora mayor toma mate en la carreta y otra baja un niño, en un descanso de la travesía. Probablemente la escena es en la Cañada de Morón, camino a San Isidro. Unos gauchos dialogan, otros descansan mientras que dos grandes ruedas de carreta a modo de repuesto descansan en la pared del rancho.
“Recorriendo la estancia”, otro de sus trabajos, fechado en 1865, muestra un camino por el que se desplaza un carruaje. El patrón parece conversar con un peón desde el pescante mientras que otro le deja paso y otros dos van aparentemente montados tirando el carruaje.
En “San Isidro”, fechado en 1867, se observan cuatro grandes carretas cargadas de fardos de lana y junto a ellas dos bueyes desuncidos descansan. Detrás, transitan dos por un camino que corre en un plano lejano. La escena se corta hacia la izquierda por un cañadón, hacia el que avanza un carruaje, atado con dos caballos oscuros. Se ve otro carruaje descubierto que ocupa una pareja sentada atrás: ella viste traje claro y se cubre del sol con una sombrilla mientras que el caballero de patillas negras lleva traje claro de verano y cubre su cabeza con un Panamá. El cochero viste de traje blanco y sombrero de paja. A lo lejos se observa un arreo de ganado y una población, sin duda San Isidro.
El 30 de junio de 1869 falleció la madre de Prilidiano, doña María Calixta Tellechea, y el artista desde principios de ese año había comenzado a sentir con mayor fuerza las dolencias provocadas por su diabetes. A pesar de los esmerados cuidados de su primo, el doctor Nicanor Albarellos, éste poco pudo hacer para atenuar el avance de la enfermedad, que sumado al dolor por la pérdida familiar se iba agravando.
Sin duda fue el motivo por el que el 30 de diciembre de ese año le escribió a Mariano Billinghurst una carta que, con su habitual buen humor, firmó con una auto caricatura que lo presenta envejecido, con pronunciada calva, patillas y cabellos algo canosos en las sienes y unos gruesos anteojos oscuros. En la misiva le pidió “me vendas martillo en mano y el entusiasmo de costumbre”, los siguientes carruajes: “Un coupe igual que con un par de guarniciones, una americana de 3 personas, poco usada, y con un par de guarniciones y una americana de 4 personas algo usada, para uno y dos caballos, con un par de guarniciones”. El importe de esa venta, deducida la comisión y demás gastos, el rematador debía entregarlo a “mi amigo Carlos Mathis, carrocero de la calle 25 de Mayo”.
Deseosos de conocer algo más sobre el carrocero, poco encontramos. Mathis no figura en el padrón de 1869 en ese domicilio, sin embargo el periódico “El Avisador Mercantil” de 1866-1869 lo ubica en esa calle, Manzana 19, propiedad XI, según el plano catastral de Beare. En este solar se levantaba una casa de doce cuartos bajos y 18 de alto, propiedad de don Pedro Ponce, señalada con los números de 25 de Mayo 70 y 82. El nombre de Mathis no aparece en los estudios sobre carruajes de Werckenthien ni de Loza, aunque este último cita hacia 1840 al constructor de una berlina utilizada por el general Prudencio Rosas en la batalla de Chascomús, el 7 de noviembre de 1839, que fue donada al Museo de Luján en 1925 por Mariano y José López Seco, quienes informaron que fue importada desde Francia, alrededor de 1834, por su padre, Francisco López Seco. En sus tazas dice “Mathis y Wedmeyer a Bs. As” por lo que deduce Loza que esta firma pudo haber sido la importadora o representante del fabricante.
Mucho más podemos hablar sobre el particular pero vaya este homenaje a Prilidiano, de cuyo fallecimiento hoy se cumplen 150 años.
* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación