Este martes 3 de noviembre por la noche un número récord de estadounidenses habrán votado para decidir no sólo quien ocupará la Casa Blanca desde el 20 de enero de 2021 hasta el mismo día de 2025, sino también para poner fin a uno de los experimentos más aciagos en la historia democrática de este país o para prolongarlo con consecuencias impredecibles para Estados Unidos y el mundo.
En el medio de una pandemia que ha dejado más de 230.000 muertos y de 9 millones de infectados, y que su gobierno ha admitido que ya ni busca controlar, unos 90 millones de estadounidenses ya han votado, en persona o por correo ,en unas elecciones que, se espera, romperán todos los records de participación.
Joe Biden, el septuagenario candidato demócrata, marcha primero en las encuestas y según todos los analistas imparciales debería ser el ganador indiscutido, pero enfrente tiene a un hombre que ha demostrado no solo sus impulsos autoritarios sino su total desapego a la ley y unas desmedidas ganas de ganar, las que lo han llevado a ser el primer presidente en asegurar que si no gana es porque habrá fraude, sentando así las bases a lo que puede ser un escenario muy conflictivo tras el cierre de las urnas en la ya cercana noche del 3N.
Cuatro años atrás, exactamente el 8 de noviembre de 2016 (las elecciones se celebran siempre el primer martes después del primer lunes hábil de noviembre, por una ley del siglo XIX), Trump ganaba las elecciones con 3 millones de votos menos que su rival, Hillary Clinton, pero triunfando en tres estados clave, Michigan, Wisconsin y Pensilvania, por un puñado de votos que le dieron finalmente la victoria en el Colegio Electoral.
Trump había sido hasta entonces una figura pública por décadas, un visible y locuaz heredero inmobiliario en Nueva York devenido en celebridad televisiva que a nadie que supiera leer y escribir le era ajeno por su agresividad, sus frases rimbombantes, su condición de mujeriego y falsificador de historias, y por un velado racismo que, a caballo de una campaña para desacreditar a Barack Obama como el primer presidente negro y que él postulaba que había nacido en África, lo puso en el mapa político y del Partido Republicano, que en principio veía de reojo a este hombre de piel cuasi naranja producto de la cama solar y un oxigenado cabello estructurado para disimular su calvicie.
Por todas sus falencias, Trump venía a representar el mito estadounidense del “self made man”, el hombre que se hizo solo, una de las tantas fabricaciones de un relato que nunca divulgó que en realidad su padre, Frank Trump, le dejó más de 400 millones de dólares para financiar sus primeros pasos en el mercado inmobiliario neoyorquino y sus inversiones, desastrosas todas, en casinos en Atlantic City. Sin embargo, a muchos estadounidenses, sobre todo los menos ilustrados, que durante quince años siguieron su andanzas representando a un capitán de la industria en “El Aprendiz”, en la cadena NBC, se les instaló la imagen de Trump como un titán de los negocios, lo que, por extensión, sirvió para proyectar la idea de que alguien que no fuera “un político” podría arreglar los problemas del país.
Esta columna nunca siguió el relato de Trump como abanderado de los pobres -que muchos creyeron ver en su elección- sino la expresión de la plutocracia estadounidense, en las que familias que aportan millones de dólares en cada campaña para los candidatos republicanos, que les devuelven los favores con reducciones de impuestos, de regulaciones y recortes al “estado benefactor” y que, al final del día, manejan no sólo el partido sino el país.
Pero muchos de los que en 2016 votaron a Trump no tanto por él sino porque no soportaban a Hillary Clinton, que durante mas de veinte años en la luz pública no había podido sacarse de encima la imagen de calculadora y corrupta, lo hicieron pensando que las obligaciones de la presidencia, los asesores y las instituciones irían corrigiendo las facetas más polémicas de Trump y que, al final, haría un buen gobierno.
Lo que en su momento aquí en Gaceta Mercantil calificamos como un “salto al vacío” fue precisamente eso, y en casi cuatro años su gestión llevó al país a un paroxismo de división racial, política y económica, violencia verbal -y también de la real-, al desprestigio de las instituciones que se suponía debían contenerlo, a una política exterior errática pero que en general lo mostró cerca de dictadores y hombres fuertes y lejos de las democracias tradicionalmente aliadas a Estados Unidos, que lo llevó por ejemplo a abandonar el Tratado Climático de París, a dejar la OMS en medio de la pandemia de coronavirus y a retirarse del acuerdo nuclear con Irán. Después de este “track record”, él quiere ser reelecto y millones de estadounidenses están dispuestos a concederle ese deseo.
Y si bien las elecciones se celebran este martes, la atención debe estar puesta en el miércoles porque los Estados Unidos probablemente se despertarán el 4 de noviembre en medio de la incertidumbre. “Pase lo que pase, no hay duda de que Trump está preparado para eso”, dijo esta semana The New York Times en un extenso análisis de escenarios posibles tras los comicios. En su columna, Ron Suskind dice que muchos de los funcionarios con los que habló “volvieron a una idea: no conoces a Donald Trump como nosotros. A pesar de que no pueden predecir exactamente lo que sucederá, sus preocupaciones van desde que el presidente dé la bienvenida y aproveche la interferencia extranjera en las elecciones hasta alentar el caos que se convierta en conflagraciones que ameritarían su llamado a las fuerzas militares a poner orden”.
Y agrega que como el actual ocupante de la Casa Blanca está rodeado ahora de funcionarios que le han jurado lealtad absoluta, no habrá nadie que intente decirle que hay fronteras que no debe cruzar. “Ese tipo que viste en el debate, me dijo un exfuncionario de inteligencia, cuando el presidente ofreció una de las actuaciones más asombrosas de cualquier líder en la historia moderna de Estados Unidos: intimidación, ridiculización, maníaco, jactancia, fabricando hechos, interrumpiendo implacablemente y hablando sobre su oponente. Ese es realmente él. Ese es Trump”.
Otro alto funcionario del gobierno, que pasó años trabajando cerca de Trump, lo expresó así: “No ha hecho nada más que sea una constante, excepto actuar en su propio interés”. Y así es como “estará pensando, el 3 de noviembre”.
Suskind pinta un escenario cuasi apocalíptico basado en fuentes muy cercanas a Trump o que fueron funcionarios de su gobierno en el que el presidente piensa declararse ganador en la noche del martes sin esperar que los votos por correo sean contabilizados para argumentar después, si esos votos tuercen los resultados iniciales en favor de Biden, que es todo una gran patraña y un gran fraude.
Casi la mitad del país, incluso las milicias ultraderechistas -bien armadas- están dispuestas a creer y salir a pelear por su líder si así lo creen necesario. Si esto sucede y se producen choques con quienes seguramente sentirán que la elección fue robada por Trump, esto le dará toda la razón para militarizar el conflicto y, siendo quien maneja las fuerzas policiales y militares, tiene las de ganar.
Incluso la ley prevé que si las elecciones no determinan un ganador claro, es la cámara de Representantes quien decide, pero la ley dice que no son los representantes individualmente quienes votan -en ese caso los demócratas tienen mayoría- sino que cada delegación de cada estado tiene dos votos sin importar la cantidad de representantes que tenga cada una. Y en ese caso los republicanos ganan. Tema resuelto.
Mas allá de que estos escenarios se cristalicen o no, lo cierto es que solo la posibilidad de que no sean descabellados demuestra el tremendo daño que Trump le ha hecho a la democracia de este país.
Este sábado un contingente de militantes demócratas que se dirigía en ómnibus a la ciudad de Austin, en Texas, no pudo participar de un acto político porque varias camionetas con banderas de Trump le impidieron continuar por una ruta, amenazándolos con gritos e insultos. Trump, este domingo, tuiteo un video del incidente con la leyenda “Amo Texas!”
El presidente la ha pedido a sus seguidores que vayan el martes a los centros de votación a asegurarse que “no haya fraude”, lo que ha puesto a la policía de decenas de condados (municipios) en alerta previendo incidentes violentos.
Trump está decidido a ganar y en todo caso a vender muy cara la derrota.
Del otro lado Biden, que ha basado su campaña en la idea de que primero y principal no es Trump -o sea posee un mínimo de decencia, empatía y en el caso de la pandemia un sincero respeto por los científicos-, deberá manejarse con pies de plomo si los resultados en la noche del martes no son categóricos y el país se ve obligado, como ocurrió en las elecciones de 2000, a un largo proceso plagado de incertidumbre como el que declaró ganador a George W. Bush sobre Al Gore en un fallo 5-4 de la Corte Suprema.
Esa decisión del Máximo Tribunal determinó que debía detenerse el recuento de votos en Florida -donde habían ocurrido muchas irregularidades y Bush llevaba una ventaja de menos de 600 votos- y de esa forma los 25 votos al Colegio Electoral de ese estadio la dieron la victoria a quien tres años después invadiría Irak bajo la falsa premisa de que Saddam Hussein tenia armas químicas. Lo que alguien llamaría consecuencias impredecibles
Si en aquella ocasión un juez decidió la presidencia de la primera potencia mundial y el candidato derrotado aceptó pacíficamente la decisión judicial, esta vez las condiciones no están dadas para una tranquila aceptación por parte de los demócratas de otro robo electoral.
El martes a la noche sabremos qué camino han decidido seguir los estadounidenses.
De su voto, en cierta forma, depende también buena parte del mundo.