La fiesta de 15, o mejor dicho del 15 (%), es la que aún hoy tiene perplejos a propios y ajenos, ganadores y perdedores. Y en la urgencia por explicar un fenómeno que nadie avizoró de tal magnitud, los redactores del Diario de Yrigoyen corrieron a soplar argumentos al oído de un Presidente enceguecido y en estado de shock.
Después de “la culpa la tienen los que no me votaron”, hubo un tibio perdón disfrazado de baño de humildad y ahora sí, a buscar responsables, no para castigarlos sino para intentar seducirlos y poder seguir siendo amantes.
Fue la clase media, dijeron, enojada tras tres años y medio de castigos permanentes, y sin ninguna zanahoria que no fuese la de haberla salvado de la “venezuelización”. Para ser francos, como único argumento, duró bastante, tanto como para ganar las elecciones de medio término y soñar con la reelección.
Y por supuesto que la clase media está enojada, y mucho. Al fin y al cabo, fueron los que cacerolearon para TN y almorzaron con Mirtha, cosa que el Gobierno pareció ignorar todo este tiempo. Fue la clase media la que aportó gran parte del esfuerzo que “había que hacer” para llegar alguna vez a algún lado, aún en muchos casos, sintiendo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
Tenemos que hacer algo urgente, pensaron, para darle unas limosnas y ver si con eso torcemos nuestro seguro naufragio. Y así vinieron los anuncios. Pero nada cambiará por una simple razón (y parafraseando a Bill Clinton): porque ¡no es la clase media, estúpidos!
Fuera de la Capital, la clase media no gana elecciones. Nunca las ganó. El votante de clase media, por más enojado e indignado que esté con el Gobierno, jamás pasaría de votarlo a votar al kirchnerismo. A lo sumo, esa bronca se inclina hasta un Lavagna pero nunca a Cristina.
Sólo basta analizar lo sucedido en 2015, primero con las PASO y luego con las presidenciales, para darse cuenta.
Si tan sólo salieran de sus escritorios y en lugar de fingir viajes en transporte público, los hicieran. Si cruzaran el Riachuelo y se apartaran del Metrobus no más de cinco cuadras, entenderían dónde está el quid de la cuestión. Porque aunque griten que no se inunda más, hay miles y miles de argentinos que viven inundados todos y cada uno de sus días.
Algunos de esos, en 2015, se cansaron de doce años de un modelo que, hacia el final tampoco les estaba dando demasiado más que un plan, y apostaron a un cambio. Apostaron y perdieron; y hoy vuelven a plantearse un nueva apuesta ya que lo que queda por perder es entre poco y nada. Esos son los que definen una elección, los millones silenciosos a los que no se les puede sacar más nada, ni la inundación.
Por eso, cuando escuchan las medidas de “alivio”, si acaso las escuchan, no hacen otra cosa que sentir, no que el Gobierno está meando fuera del tarro, sino que directamente está meando el tarro. Y que el último orejón, son ellos.