En el manual del autócrata, Nicolás Maduro descubrió que debía irritarse frente a las limitaciones del orden constitucional y que, haciendo caso omiso de la oposición, debía saltearse compromisos, como las elecciones regionales y el referéndum revocatorio de 2016. La Asamblea Nacional, presidida ahora por el autoproclamado presidente encargado o interino, Juan Guaidó, quedó pedaleando en el aire. En 2017, el año de las guarimbas (protestas) y su largo centenar de muertos en ejecuciones extrajudiciales, iba a recibir otra bofetada: Maduro no consultó al pueblo para convocar a la Asamblea Nacional Constituyente.
Un órgano afín, supuestamente encargado de reformar la Constitución Bolivariana, con el cual quiso anular a la Asamblea Nacional, dominada por la oposición desde 2015. En ese manual del autócrata, al cual contribuyeron últimamente líderes alfa como Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, no por nada sostenes del régimen de Venezuela, Maduro también descubrió que la fachada de víctima de un gobierno poderoso, como el de Estados Unidos, sea su presidente Donald Trump o Barack Obama, le sienta mejor que cualquier otro adversario debido a su prontuario de respaldos a las dictaduras militares latinoamericanas.
Las crisis minan la democracia. La llevan a actos de rebelión en un continente, América latina, que no tolera más golpes militares. De haberlo en Venezuela, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, a pesar de haber reconocido a Guaidó como presidente encargado, debería invocar la Carta Democrática como lo hizo sin suerte contra el régimen de Maduro. Esa sanción de la OEA, creada en 2001, abre un proceso de suspensión del país. Fue aplicada por primera vez en Venezuela, casualmente, tras el efímero golpe de Estado contra el padrino de Maduro, Hugo Chávez, en 2002.
Chávez, que a diferencia de Maduro aceptó someterse a un referéndum revocatorio, legó las bases del manual del perfecto presidente latinoamericano, embrión del autócrata global. ¿La receta? Rebanar oídos con lengua filosa (como Fidel Castro), picar neoliberalismo y globalización (como Lula), espolvorear con golpes de efecto épico (como los Kirchner), sazonar con cierres de instituciones (como Fujimori), mezclar con reformas constitucionales en beneficio propio (como Menem), culpar a los otros de sus errores (como la mayoría) y, una vez obtenida la masa (el consenso), moldear con insultos contra el imperio (Estados Unidos) y sus lacayos.
El resultado, como en Venezuela, será una masa compacta por apoyo económico, más que por afinidad ideológica, de la cual podrán rebañar movimientos políticos y sociales de la región que, como ocurrió con las penurias y la diáspora cubanas, no reparan en la tragedia ajena y, a contrapelo de su presunto rechazo a los gobiernos autoritarios, parecen añorar los crímenes de las tiranías. Son nostálgicos, a veces, de años de plomo que no vivieron y que, a tono con el relato heroico de adolescentes tardíos, sólo ven como horizonte a gobiernos de autócratas vitalicios con oposiciones débiles. “Escuálidos”, en la jerga de Chávez.
Maduro no es Chávez, pero, fiel al manual del autócrata, halló en una pandemia global, la polarización, el resquicio para implantar su discurso a través de medios de comunicación gubernamentales y alternativos en desmedro de los tradicionales, algunos de los cuales debieron bajar las persianas. En el tránsito, marcado por su impericia, se rodeó de una cúpula militar que, más allá de las deserciones, resguarda a su régimen al filo de quebrantar la letra constitucional, de vulnerar la división de poderes y de incurrir en actos de corrupción. Negocios son negocios.
Las emergencias fortalecen al autócrata. En Venezuela hay dos presidentes (uno sin legitimidad y el otro sin Estado) y dos congresos (la Asamblea Nacional y la Asamblea Nacional Constituyente). La presión externa, a pesar de la urgencia, suele provocar más tajos que costuras. El autócrata, alérgico a las críticas y a la supervisión legislativa, se vale de ella. No tolera las concesiones. El relato crea delirios, como volver del futuro (“Ya fui al futuro y volví, y vi que todo sale bien”) o guiarse por los consejos de un pajarito (Chávez reencarnado). Eso es lo anecdótico. El relato también justifica los abusos de poder. Eso es lo más peligroso.