Mauricio Macri no es un dirigente que haya despertado pasiones, ni siquiera confianza, a multitudes antes de su elección como presidente en 2015 y mucho menos lo hace después de haber cumplido más de tres años de mandato. Es resultado de una estrategia de marketing bien pensada para una ocasión. Un producto insípido presentado con buen envoltorio en un lugar preferencial de la góndola de un “convenience store”.
En su tanteo de mercado los estrategas detectaron que una ajustada mayoría optaría por alguien con modales más educados antes que continuar en el camino de la podredumbre que proponía la sucesión de Cristina Kirchner, encarnada en Daniel Scioli.
No fueron entonces la virtud republicana ni los programas anunciados por uno, sino el desprecio por el despotismo, el atropello y el latrocinio del otro los motivos que inclinaron la balanza un poquito hacia el lado del actual presidente.
Cabía ilusionarse, siendo que la ilusión no se funda en certezas sino en sueños. Pero aquella ilusión no contemplaba la ineptitud ni la insensibilidad que se les conocieron después al presidente y a sus equipos de gobierno.
Ahora los argentinos vamos a una nueva elección cuyo menú ofrece, hasta el momento, el mismo producto desabrido, ya saboreado, y a los mismos abusadores, solo que ahora la situación es peor.
Macri ya no podrá decir que la inflación es una cuestión menor y los inescrupulosos tampoco podrán volver a hacer cómplices a sus huestes con el dispendio, porque ya no hay qué repartir.
Veamos entonces de qué se disfrazan uno y otro, cuáles serán sus ropajes, porque a cara descubierta los dos meterían miedo… Cuentan, eso sí, con una ventaja: son dirigentes en un país donde las películas de terror garantizan éxito. Donde los monstruos son héroes y a las audiencias les complace ser víctimas.