Julio Roldán, una versión porteña de la moderna “Doctora juguetes”, para que los chicos conecten con los grandes el placer del más simbólico de los regalos para niños.
En pleno siglo XXI y con la tecnología metida de lleno en la vida en la vida de los chicos, la Clínica de Muñecas de Julio Roldán, en el barrio porteño de Balvanera, libra una silenciosa batalla por preservar las formas y el espíritu del más simbólico de los juguetes.
En un antiguo local a la calle, con pesadas y despintadas persianas de hierro típicas de los almacenes de los ’30, que llevan años sin levantarse, se oculta la única clínica de muñecas que aún queda en la Ciudad de Buenos Aires.
Una pequeña puerta de madera, siempre cerrada salvo que espere a alguien, introduce al visitante al mágico mundo del Doctor Julio Roldán, tal como dice su guardapolvo blanco.
Sus pacientes son muy particulares: muñecas de porcelana, de celuloide, de pasta, de papel maché, hasta de plástico y de peluche.
Cientos de muñecas y miles de partes de ellas que cuelgan por todos lados. Desde cabezas a ojos, brazos piernas, torsos y cabelleras.
Todo en un caótico desorden que entiende y acepta de buena gana sólo el doctor Roldán, con 50 años de profesión que incluyen haber trabajado en la creación del remplazo del mítico “Chirolita” del ventrílocuo Chasman.
No hay dos muñecas iguales entre las cientos que se ven a simple vista.
Es por esa razón que Roldán asegura que no necesita ir a ningún psicólogo: su terapia es arreglar muñecas diferentes todos los días.
“Todo eso tiene un valor afectivo incalculable. La gente sigue trayendo a sus muñecas y cada una de ellas representa una experiencia única porque siempre tengo cosas diferentes para arreglar”, le dice Roldán a Télam , mientras levanta un bebote de pasta.
Pasó su infancia en el campo de Tulumba, norte de Córdoba, en un rancho con piso de tierra en el que vivía junto a sus padres y diez hermanos.
Sus únicos juguetes eran los muñecos que armaba con barro y paja, habilidad que él admite podría estar relacionada con el oficio que desarrolla ahora hace 50 años.
Sin embargo, Roldán adjudica su pasión por “curar” muñecas al maestro Betancourt, ese que le enseñó desde muy chico el oficio y le dijo: “Chicos va a haber toda la vida, así que trabajo no te va a faltar nunca”.
“Amo a la gente que viene acá porque me trae afectos y viene a recuperar algo para dejarle a una nieta a una hija, a una hermana”, asegura con una sonrisa.
Sus pacientes se internan para someterse a cambios de peluca, de ojos, de elásticos, de piernas, brazos y pestañas.
Roldán explica que en el caso de las muñecas platisol, las más modernas, ingresan al quirófano por cambios de cabellera y ojos, pero las de pasta para restaurar los ojos, brazos, pelos naturales, pestañas y los elásticos que van por dentro.
Las muñecas son como las personas, dice, necesitan mantenimiento y uno de los peores errores que se puede cometer es guardarlas en el ropero sin que respiren ni les de luz.
“La persona que te regala una muñeca nos deja marcado para toda la vida. Siempre vamos a ver a una nena con una muñeca en un aeropuerto, en un micro, en un colectivo. Una muñeca puede recorrer el mundo y después volver a la casa. La electrónica nunca va a vencer esto”, vaticina.
A través de las muñecas se van atando lazos y que cada vez que alguien lleva una a arreglar, asegura Roldán, el valor afectivo queda ahí.
Muestra un bebé de celuloide que tiene 80 años, que aguarda a su dueña, una señora de 60 años que lo heredó de su mamá y que este domingo se lo regalará a su nieta para el Día del Niño.
“Si la gente trae a arreglar muñecas es porque un chico la va a recibir… Por eso, siempre digo: ´A Dios gracias que no todo está perdido’”.
Igualmente, pasa 12 horas en su taller, incluso los feriados, y esos miles de ojos que lo observan lo hacen sentir afortunado y ratificar cada día lo mucho que ama lo que hace.