La última tapa de la revista “Time” no lo pudo decir de mejor manera, con una caricatura de Donald Trump derritiéndose.
El “meltdown” de la campaña del millonario agente inmobiliario comenzó precisamente tras la convención republicana, un espectáculo cuasi circense que reveló a los ojos de quien quisiera verlo las enormes divisiones dentro de ese partido y cómo su ala más extrema y reaccionaria terminaba de copar al “Viejo Gran Partido” (Great Old Party o GOP, por sus siglas en inglés).
Trump llegó a esa convención tras imponerse en unas elecciones internas que, al comenzar su carrera a la Casa Blanca, parecían imposibles de ganar. Cuando anunció su candidatura nadie se lo tomó muy en serio ni pensaba que podría derrotar a la aristocracia partidaria encarnada en Jeb Bush, hijo y hermano de dos ex presidentes.
Pero Trump supo captar el estado de ánimo de una parte importante de la sociedad estadounidense, sobre todo los blancos sin educación universitaria que se sienten decepcionados con los políticos tradicionales, ven sus ingresos estancados desde hace una década, sospechan de los inmigrantes cualquiera sea del país que lleguen y, para colmo, han debido soportar la ignominia de un presidente negro de apellido africano al que muchos consideran que ni siquiera nació en Estados Unidos.
Así las cosas, Trump avivó las llamas del resentimiento, se montó en un discurso agresivo, antiestablishment y provocador y se alzó con la impensable victoria. Se dio el lujo de burlarse de las estructuras partidarias y de erigirse en el nuevo líder de un partido más populista y más derechista.
Pero una cosa es la interna y otra la nacional. Desde que salió de la convención, Trump empezó una espiral descendente, analizada aquí en otras columnas y plasmada en la tapa de “Time”, que lo llevó a estar hoy entre 9 y 12 puntos por debajo de la demócrata Hillary Clinton. Estados Unidos ya no es un país “WASP” (blanco, anglo-sajón y protestante) sino que empieza a ser una sociedad multicolor y multirracial en la que los blancos van camino a ser minoría en los próximos años.
Eso podía verse en las dos convenciones. Mientras en la republicana el color de los delegados era uniformemente blanco (con algún negro para poder mostrar que al menos uno de ellos votará por Trump) y casi en su totalidad cristianos, en la demócrata podían verse latinos, asiáticos, gays, negros, blancos, musulmanes, judíos y cristianos, una muestra más cercana a lo que es Estados Unidos en la primera parte del siglo XXI, ya lejos de la nostalgia restauradora de la derecha trumpista simbolizada en su slogan: “Hagamos América grande de nuevo”.
Pero esta semana Trump volvió a sorprender cuando decidió meter mano en su equipo de campaña designando a un nuevo jefe, Steve Bannon, un ex capitán de la Armada, ex banquero y hasta ahora uno de los más fervorosos apoyos de Trump desde la organización de medios de extrema derecha Breibart News, y a Kellyanne Conway, una experimentada encuestadora que ha tenido hasta ahora el oído del candidato pero que en adelante se convertirá en la gerente de la campaña.
La designación de Bannon y Conway sirvió además para dejar de lado a quien hasta ahora reinaba sobre la campaña, Paul Manafort, un asesor con oscuras conexiones con Ucrania y Rusia y quien habría tratado, sin suerte, de moderar a Trump en las última semanas.
Bannon se ha hecho un nombre en la política de este país por sus ataques sin cuartel a la élite republicana, su odio visceral a Hillary y su discurso extremista en temas como el de la inmigración. Su nombramiento como jefe ejecutivo de la campaña anuncia que desde ahora tomará un tono aún más agresivo, algunos dicen directamente sucio, hacia la candidata demócrata.
El nuevo jefe de campaña de Trump, descripto en un artículo publicado esta semana en Bloomberg Businessweek como el “operador político más peligroso de los Estados Unidos”, ha dicho que Trump debe ser Trump, o sea, debe seguir haciendo lo que hizo en la elección interna y que eso, a la larga, le dará la victoria.
La afirmación parece arriesgada toda vez que ha venido cayendo en picada usando la misma estrategia y que, a poco más de 80 días de las elecciones presidenciales, sus posibilidades de ganar, según un promedio de encuestas que elabora The New York Times, es del 12 por ciento.
Que Trump sea Trump es lo que probablemente los demócratas quieren ya que eso es lo que ha espantado a mujeres, minorías raciales, blancos educados y, en general, a la mayoría de los votantes que todavía creen que un grado mínimo de idoneidad, educación y don de gentes son necesarios para ejercer la presidencia de EEUU.
Trump, un enemigo de lo políticamente correcto, está decidido a seguir diciendo lo que piensa o lo primero que le baja a la lengua, confiado en que eso es lo que al final del día le dará la victoria y lo depositará en la Casa Blanca.
Pero hay quienes señalan que incluso si pierde, Trump se prepara a liderar un espacio político de derecha nacionalista y populista que tendrá como faro un nuevo canal de televisión que planea financiar y que tendrá en su dirección a Bannon y a Robert Ailes, recientemente despedido por acoso sexual de la cadena derechista Fox y uno de los más importantes operadores republicanos de los últimos años, actualmente asesor de DT para sus debates con Clinton.
El ascenso de Bannon no solo preanuncia una recta final llena de zancadillas y ataques sin cuartel, sino el enfrentamiento definitivo de Trump con la dirigencia de su partido. Las consecuencias políticas y electorales son impredecibles pero una cosa es segura, el espectáculo que ha sido hasta ahora la campaña electoral, palidecerá frente a lo que se viene en las próximas semanas.
Pasen y vean.